FabiƔn Urbina
fanballbusting@yahoo.com.mx
I
Luego de volar doce horas en un avión, recorrer en tren las praderas del Sur por casi cinco horas y andar en un jeep durante media hora, habĆa llegado a mi destino una tarde de noviembre: la pintoresca provincia de Basavilbaso, a trescientos kilómetros de Buenos Aires. Era una pequeƱa ciudad fronteriza cuya afluencia de extranjeros se notaba por la ausencia del clĆ”sico acento gaucho.
Cansado y con mucha hambre, ahora por fin podĆa contemplar la vieja casona seƱorial que habĆa sido el motivo de mi largo viaje desde Ciudad de MĆ©xico.
āHay que tener muchas pelotas para venir hasta acĆ”, seƱor.
La voz carrasposa me asustó y me puso alerta, pero cuando volteé sólo vi a un hombre de mÔs de cincuenta años que portaba unas enormes tijeras de podar. Por su andar rengo y su prematuro pelo canoso, supe que se trataba de Gervasio BauzÔn, el jardinero y cuidador de la casa.
āSeƱor Gervasio, buenas tardes. Soy Anselmo Frutos. Hace tres dĆas hablĆ© con usted āle dije mientras le extendĆa una mano que Ć©l no recibió.
Se acarició la barba enmarañada y alzó las cejas cuando recordó la llamada.
āAh, seƱor Frutos. SĆ, sĆ, lo recuerdo... Bueno, de todas maneras lo hubiera sabido, porque nunca nadie viene a este lugar. Le digo que hay que tener grandes pelotas para venir aquĆ, y en este pueblo casi nadie las tiene ālo dijo mientras seƱalaba obscenamente su Ć”rea genital, la que, por cierto, estaba cubierta por una especie de placa metĆ”lica.
āAsĆ que esta es mi herencia... La famosa Casa Marquelia ādije con un aire de orgullo
āYo no llamarĆa āherenciaā a esto āun gesto de desprecio acompañó el ademĆ”s con el que abarcó la propiedadā. MĆ”s bien, es como un castigo.
A pesar de su tono, me acerquĆ© a palmearle la espalda como si estuviera con un viejo amigo, aunque ese sujeto no me habĆa causado buena impresión. Lo que menos querĆa era hacerme de un enemigo a mi llegada.
āĀ”Vamos, hombre! ĀæQuĆ© manera de recibir a su nuevo patrón es esa? Ā”AnĆmese! Pronto restaurarĆ© la casona y la convertirĆ© en una posada de lujo, y usted podrĆa ser el nuevo administrador. ĀæQuĆ© le parece?
Gervasio me miró con lÔstima y tomó mi brazo. Creo que trató de ser cÔlido y acogedor.
Gervasio me miró con lÔstima y tomó mi brazo. Creo que trató de ser cÔlido y acogedor.
āMire, joven, no sĆ© si haya tenido suerte o no, pero lo que sĆ le digo es que, mientras pueda, vĆ”yase de aquĆ. Se lo digo por su bien. Ninguno de sus parientes ha tenido las pelotas para vivir en esta casa, desde la muerte del Coronel Policarpo Frutos, su bisabuelo.
TraguĆ© saliva ante sus palabras, y no dejĆ© de preguntarme por quĆ© este hombre, que ahora parecĆa protector, insistĆa tanto en mencionar el asunto del valor bajo el sĆmbolo machista de las pelotas.
II
Casa Marquelia fue construida por mi bisabuelo, el Coronel Policarpo Frutos, a principios del siglo XX, cuando en la Argentina se puso de moda que los ricos levantaran mansiones afrancesadas. Por eso, la casa que mi difunto padre me habĆa heredado tenĆa una fachada clĆ”sica con dos torres principales, dos brazos de escaleras circulares que daban acceso al pórtico frontal, flanqueado por seis delgadas columnas que sostenĆan el balcón central. Nueve ventanales con pequeƱos balcones y herrerĆa art nouveau y tejados verdes decoraban el edificio que, en medio del campo, resaltaba con aires pretenciosos, a pesar de su deteriorado estado.
āĀæCuĆ”l de mis antepasados vivió aquĆ? āpreguntĆ© a Gervasio.
āSólo su abuelo Porfirio, pero abandonó la casa en pocos aƱos. Desde entonces, mi familia la ha cuidado como si fuera suya. Pero como nunca tuvimos recursos para darle mantenimiento, el pobre edificio se ha ido viniendo abajo.
Sin embargo, pensƩ mientras observaba los interiores bien conservados, su estado actual era mejor de lo que pensaba.
Al llegar al salón principal, vi el notorio vacĆo del cuadro central y de otros que debĆan adornar las paredes. Cuando le preguntĆ© a Gervasio por ese cuadro, me dijo que estaba en el Ć”tico. Debido a que siempre me han interesado esas habitaciones, por todos los secretos que encierran, le pedĆ al jardinero que me llevara a Ć©l.
El Ć”tico ocupaba toda la planta superior de la casa, arriba del primer piso. Era tan largo, que no se podĆa adivinar dónde terminaba. Y aunque no estaba atestado de objetos o muebles viejos, revisarlo todo podrĆa tomar semanas enteras. Por fortuna, la sección que me interesaba, los cuadros antiguos, fue fĆ”cil de encontrar. Debido a que era costumbre antigua decorar las casas con pinturas de la familia, estaba muy interesado en conocer cómo eran mis ancestros argentinos.
Todos los cuadros, unos veinte, mĆ”s o menos, estaban envueltos en papel estraza. Pero el mĆ”s grande, que debĆa medir unos dos metros, estaba dentro de una caja de madera. Le pedĆ a Gervasio que me ayudara a sacarlo, pero respondió con un gruƱido. Cuando lo tuvimos enfrente y lo habĆamos desenvuelto de su papel protector, sólo pude llevarme las manos a la boca por un detalle inesperado.
En la enorme pintura, mi bisabuelo lucĆa gallardo y valiente, de pie en su sala, con su uniforme de gala, sus mĆŗltiples medallas, su espada colgada al cinto y su gorra militar. Sin embargo, en su zona genital dominaba una terrible mancha negra que profanaba la solemnidad del cuadro.
āAsĆ estĆ”n todos los cuadros de su bisabuelo, seƱor Anselmo āme advirtió Gervasioā. Un dĆa, sin que nadie supiera cómo, las manchas aparecieron en los retratos.
Pasmado y sin poder comprender ese macabro detalle, sólo pude balbucear unas palabras:
āCreo que... ya vi suficiente por hoy. Por favor, Gervasio, ayĆŗdeme a poner el cuadro principal en su sitio.
Luego de regresar la pintura al lugar que le correspondĆa, recordĆ© que morĆa de hambre y me fui directo a la cocina.
III
Luego de comer, me sentĆa tan cansado que me fui a acostar. OcupĆ© una de las habitaciones pequeƱas del primer piso y no osĆ© dormir en la recĆ”mara de mi bisabuelo. Gervasio aprovechó mi presencia para pernoctar en casa de su familia, en el pueblo, asĆ que me quedĆ© completamente solo en la mansión.
O casi solo. Luego de dormir profundamente por cuatro horas seguidas, me despertaron unos ruidos provenientes del desvĆ”n. āRatasā, pensĆ©, aunque no habĆa visto ninguna en todo el rato que permanecĆ allĆ”.
O casi solo. Luego de dormir profundamente por cuatro horas seguidas, me despertaron unos ruidos provenientes del desvĆ”n. āRatasā, pensĆ©, aunque no habĆa visto ninguna en todo el rato que permanecĆ allĆ”.
Al poco rato, volvĆ a quedarme dormido, pero unos golpes en mi puerta me despertaron con sobresalto. El miedo me paralizó, asĆ que ni siquiera pude preguntar quiĆ©n era. Por instinto, tomĆ© mi telĆ©fono celular para llamar a la policĆa, aunque me di cuenta de que nadie podrĆa venir tan pronto a auxiliarme.
Eran las 3:30 a.m., asĆ que serĆa inĆŗtil tratar de contactar a la policĆa. Al menos, pude encender la lĆ”mpara del buró para mirar bien a mi atacante.
De pronto, la casa entera quedó en silencio. Tal vez habrĆa sido una pesadilla, producto de mi cansancio y del pavor que dan las casas viejas y grandes.
Entonces dieron las 3:33 a.m., y todo empezó.
Me disponĆa a dormir boca arriba cuando un candelabro cayó directo sobre mis testĆculos. El fuerte dolor hizo que me pusiera en posición fetal y que me llevara las manos a mis genitales. TambiĆ©n, por instinto, me movĆ hacia la orilla de la cama para que no me volviera a caer nada. Supuse que, arriba de la cama, habrĆa una repisa que sostendrĆa el candelabro. Pero, al mirar hacia lo alto, no vi nada parecido. Cuando me volvĆ a acomodar para intentar dormir, una vieja palangana de peltre blanco cayó sobre mis adoloridas gónadas, lo que les causó un mayor sufrimiento.
Concentrado en el dolor, no me detuve a pensar la causa de estos golpes, sólo pensĆ© en buscar hielo en la cocina para evitar que mis preciados testĆculos se hincharan.
Pero cuando me levanté, una silla voló directamente hacia mà y hundió una de sus patas en mi Ôrea genital. Esta vez junté las piernas y caà hincado mientras gritaba. Mis manos no me daban el alivio que necesitaba, por eso intenté llegar a la cocina.
En el pasillo reinaba la oscuridad, asĆ que encendĆ la linterna de mi celular, pero, inexplicablemente, el aparato se soltó de mis manos, tomó impulso y se fue de lleno contra mis magullados testĆculos.
AsĆ, con pasos cortos debido al dolor de mi ingle, me fue difĆcil bajar a la cocina, sobre todo porque tenĆa que esquivar los muchos objetos que se abalanzaban hacia mi zona genital, lo que no siempre pude conseguir.
La misma palangana de peltre que me habĆa golpeado en la recĆ”mara, se metió entre mis piernas y aplastó mi hombrĆa. Pero en cuanto cayó al piso, la usĆ© de escudo ante los ataques que no cesaban.
En las escaleras, un insistente perchero se lanzaba contra mĆ, pero podĆa detenerlo gracias a la palangana que me protegĆa.
En un tiempo que calculĆ© interminable, lleguĆ© por fin a la cocina. Fue el peor error que pude haber tomado. Vasos, rodillos de madera, platos, tazas e incluso alimentos como las frutas eran disparados por una fuerza invisible contra mis testĆculos, que seguramente ya estarĆan enrojecidos por el duro acoso fantasmal.
PensĆ© en el hielo y entonces tuve una idea. JuntĆ© las piernas y comencĆ© a saltar hacia el refrigerador. Pero resbalĆ© con una manzana y caĆ sobre mi espalda. Mientras recuperaba el aliento por el golpe en los pulmones, una tetera se precipitó sobre mĆ, y, junto con el dolor, endureció mĆ”s mi carne. Quise proteger mi hombrĆa con las manos, pero un cucharón se deslizaba en el piso directo a mis gónadas. El impacto fue fulminante: gritĆ© no sólo por mis huevos aplastados, sino por el tremendo orgasmo que me produjo ese golpe certero. Mis ajustados bóxers y mi pijama fueron empapados por mi leche viril, que salió en abundancia por la excitación de mis huevos magullados.
Pero ni asĆ tuve respiro, porque los ataques no se detuvieron. AsĆ que me levantĆ© como pude y me dirigĆ de nuevo al refrigerador. Dando la espalda a los objetos, que no atacaban si yo no estaba frente a ellos o con las piernas abiertas, saquĆ© desesperadamente las charolas y me resguardĆ© en su interior. Por fortuna, el enorme aparato habĆa estado desconectado y no helaba nada. Como los objetos voladores no podĆan traspasar la gruesa puerta, cesaron en su intento de dejarme sin descendencia.
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