El misterio de Casa Marquelia - Las Bolas de Pablo

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8 jul 2020

El misterio de Casa Marquelia

FabiƔn Urbina
fanballbusting@yahoo.com.mx




I

Luego de volar doce horas en un aviĆ³n, recorrer en tren las praderas del Sur por casi cinco horas y andar en un jeep durante media hora, habĆ­a llegado a mi destino una tarde de noviembre: la pintoresca provincia de Basavilbaso, a trescientos kilĆ³metros de Buenos Aires. Era una pequeƱa ciudad fronteriza cuya afluencia de extranjeros se notaba por la ausencia del clĆ”sico acento gaucho. 

Cansado y con mucha hambre, ahora por fin podƭa contemplar la vieja casona seƱorial que habƭa sido el motivo de mi largo viaje desde Ciudad de MƩxico.

—Hay que tener muchas pelotas para venir hasta acĆ”, seƱor.

La voz carrasposa me asustĆ³ y me puso alerta, pero cuando volteĆ© sĆ³lo vi a un hombre de mĆ”s de cincuenta aƱos que portaba unas enormes tijeras de podar. Por su andar rengo y su prematuro pelo canoso, supe que se trataba de Gervasio BauzĆ”n, el jardinero y cuidador de la casa. 

—SeƱor Gervasio, buenas tardes. Soy Anselmo Frutos. Hace tres dĆ­as hablĆ© con usted —le dije mientras le extendĆ­a una mano que Ć©l no recibiĆ³. 

Se acariciĆ³ la barba enmaraƱada y alzĆ³ las cejas cuando recordĆ³ la llamada. 

—Ah, seƱor Frutos. SĆ­, sĆ­, lo recuerdo... Bueno, de todas maneras lo hubiera sabido, porque nunca nadie viene a este lugar. Le digo que hay que tener grandes pelotas para venir aquĆ­, y en este pueblo casi nadie las tiene —lo dijo mientras seƱalaba obscenamente su Ć”rea genital, la que, por cierto, estaba cubierta por una especie de placa metĆ”lica. 

—AsĆ­ que esta es mi herencia... La famosa Casa Marquelia —dije con un aire de orgullo 

—Yo no llamarĆ­a “herencia” a esto —un gesto de desprecio acompaĆ±Ć³ el ademĆ”s con el que abarcĆ³ la propiedad—. MĆ”s bien, es como un castigo. 

A pesar de su tono, me acerquĆ© a palmearle la espalda como si estuviera con un viejo amigo, aunque ese sujeto no me habĆ­a causado buena impresiĆ³n. Lo que menos querĆ­a era hacerme de un enemigo a mi llegada. 

—¡Vamos, hombre! ¿QuĆ© manera de recibir a su nuevo patrĆ³n es esa? ¡AnĆ­mese! Pronto restaurarĆ© la casona y la convertirĆ© en una posada de lujo, y usted podrĆ­a ser el nuevo administrador. ¿QuĆ© le parece?
Gervasio me mirĆ³ con lĆ”stima y tomĆ³ mi brazo. Creo que tratĆ³ de ser cĆ”lido y acogedor. 

—Mire, joven, no sĆ© si haya tenido suerte o no, pero lo que sĆ­ le digo es que, mientras pueda, vĆ”yase de aquĆ­. Se lo digo por su bien. Ninguno de sus parientes ha tenido las pelotas para vivir en esta casa, desde la muerte del Coronel Policarpo Frutos, su bisabuelo. 

TraguĆ© saliva ante sus palabras, y no dejĆ© de preguntarme por quĆ© este hombre, que ahora parecĆ­a protector, insistĆ­a tanto en mencionar el asunto del valor bajo el sĆ­mbolo machista de las pelotas. 

II

Casa Marquelia fue construida por mi bisabuelo, el Coronel Policarpo Frutos, a principios del siglo XX, cuando en la Argentina se puso de moda que los ricos levantaran mansiones afrancesadas. Por eso, la casa que mi difunto padre me habĆ­a heredado tenĆ­a una fachada clĆ”sica con dos torres principales, dos brazos de escaleras circulares que daban acceso al pĆ³rtico frontal, flanqueado por seis delgadas columnas que sostenĆ­an el balcĆ³n central. Nueve ventanales con pequeƱos balcones y herrerĆ­a art nouveau y tejados verdes decoraban el edificio que, en medio del campo, resaltaba con aires pretenciosos, a pesar de su deteriorado estado. 

—¿CuĆ”l de mis antepasados viviĆ³ aquĆ­? —preguntĆ© a Gervasio. 

—SĆ³lo su abuelo Porfirio, pero abandonĆ³ la casa en pocos aƱos. Desde entonces, mi familia la ha cuidado como si fuera suya. Pero como nunca tuvimos recursos para darle mantenimiento, el pobre edificio se ha ido viniendo abajo. 

Sin embargo, pensĆ© mientras observaba los interiores bien conservados, su estado actual era mejor de lo que pensaba. 

Al llegar al salĆ³n principal, vi el notorio vacĆ­o del cuadro central y de otros que debĆ­an adornar las paredes. Cuando le preguntĆ© a Gervasio por ese cuadro, me dijo que estaba en el Ć”tico. Debido a que siempre me han interesado esas habitaciones, por todos los secretos que encierran, le pedĆ­ al jardinero que me llevara a Ć©l. 

El Ć”tico ocupaba toda la planta superior de la casa, arriba del primer piso. Era tan largo, que no se podĆ­a adivinar dĆ³nde terminaba. Y aunque no estaba atestado de objetos o muebles viejos, revisarlo todo podrĆ­a tomar semanas enteras. Por fortuna, la secciĆ³n que me interesaba, los cuadros antiguos, fue fĆ”cil de encontrar. Debido a que era costumbre antigua decorar las casas con pinturas de la familia, estaba muy interesado en conocer cĆ³mo eran mis ancestros argentinos. 

Todos los cuadros, unos veinte, mĆ”s o menos, estaban envueltos en papel estraza. Pero el mĆ”s grande, que debĆ­a medir unos dos metros, estaba dentro de una caja de madera. Le pedĆ­ a Gervasio que me ayudara a sacarlo, pero respondiĆ³ con un gruƱido. Cuando lo tuvimos enfrente y lo habĆ­amos desenvuelto de su papel protector, sĆ³lo pude llevarme las manos a la boca por un detalle inesperado. 

En la enorme pintura, mi bisabuelo lucĆ­a gallardo y valiente, de pie en su sala, con su uniforme de gala, sus mĆŗltiples medallas, su espada colgada al cinto y su gorra militar. Sin embargo, en su zona genital dominaba una terrible mancha negra que profanaba la solemnidad del cuadro. 

—AsĆ­ estĆ”n todos los cuadros de su bisabuelo, seƱor Anselmo —me advirtiĆ³ Gervasio—. Un dĆ­a, sin que nadie supiera cĆ³mo, las manchas aparecieron en los retratos. 

Pasmado y sin poder comprender ese macabro detalle, sĆ³lo pude balbucear unas palabras: 

—Creo que... ya vi suficiente por hoy. Por favor, Gervasio, ayĆŗdeme a poner el cuadro principal en su sitio. 

Luego de regresar la pintura al lugar que le correspondĆ­a, recordĆ© que morĆ­a de hambre y me fui directo a la cocina. 

III

Luego de comer, me sentĆ­a tan cansado que me fui a acostar. OcupĆ© una de las habitaciones pequeƱas del primer piso y no osĆ© dormir en la recĆ”mara de mi bisabuelo. Gervasio aprovechĆ³ mi presencia para pernoctar en casa de su familia, en el pueblo, asĆ­ que me quedĆ© completamente solo en la mansiĆ³n. 
O casi solo. Luego de dormir profundamente por cuatro horas seguidas, me despertaron unos ruidos provenientes del desvĆ”n. “Ratas”, pensĆ©, aunque no habĆ­a visto ninguna en todo el rato que permanecĆ­ allĆ”. 

Al poco rato, volvĆ­ a quedarme dormido, pero unos golpes en mi puerta me despertaron con sobresalto. El miedo me paralizĆ³, asĆ­ que ni siquiera pude preguntar quiĆ©n era. Por instinto, tomĆ© mi telĆ©fono celular para llamar a la policĆ­a, aunque me di cuenta de que nadie podrĆ­a venir tan pronto a auxiliarme. 

Eran las 3:30 a.m., asĆ­ que serĆ­a inĆŗtil tratar de contactar a la policĆ­a. Al menos, pude encender la lĆ”mpara del burĆ³ para mirar bien a mi atacante. 

De pronto, la casa entera quedĆ³ en silencio. Tal vez habrĆ­a sido una pesadilla, producto de mi cansancio y del pavor que dan las casas viejas y grandes. 

Entonces dieron las 3:33 a.m., y todo empezĆ³. 

Me disponĆ­a a dormir boca arriba cuando un candelabro cayĆ³ directo sobre mis testĆ­culos. El fuerte dolor hizo que me pusiera en posiciĆ³n fetal y que me llevara las manos a mis genitales. TambiĆ©n, por instinto, me movĆ­ hacia la orilla de la cama para que no me volviera a caer nada. Supuse que, arriba de la cama, habrĆ­a una repisa que sostendrĆ­a el candelabro. Pero, al mirar hacia lo alto, no vi nada parecido. Cuando me volvĆ­ a acomodar para intentar dormir, una vieja palangana de peltre blanco cayĆ³ sobre mis adoloridas gĆ³nadas, lo que les causĆ³ un mayor sufrimiento. 

Concentrado en el dolor, no me detuve a pensar la causa de estos golpes, sĆ³lo pensĆ© en buscar hielo en la cocina para evitar que mis preciados testĆ­culos se hincharan. 

Pero cuando me levantĆ©, una silla volĆ³ directamente hacia mĆ­ y hundiĆ³ una de sus patas en mi Ć”rea genital. Esta vez juntĆ© las piernas y caĆ­ hincado mientras gritaba. Mis manos no me daban el alivio que necesitaba, por eso intentĆ© llegar a la cocina. 

En el pasillo reinaba la oscuridad, asĆ­ que encendĆ­ la linterna de mi celular, pero, inexplicablemente, el aparato se soltĆ³ de mis manos, tomĆ³ impulso y se fue de lleno contra mis magullados testĆ­culos.  

AsĆ­, con pasos cortos debido al dolor de mi ingle, me fue difĆ­cil bajar a la cocina, sobre todo porque tenĆ­a que esquivar los muchos objetos que se abalanzaban hacia mi zona genital, lo que no siempre pude conseguir. 

La misma palangana de peltre que me habĆ­a golpeado en la recĆ”mara, se metiĆ³ entre mis piernas y aplastĆ³ mi hombrĆ­a. Pero en cuanto cayĆ³ al piso, la usĆ© de escudo ante los ataques que no cesaban. 

En las escaleras, un insistente perchero se lanzaba contra mĆ­, pero podĆ­a detenerlo gracias a la palangana que me protegĆ­a. 

En un tiempo que calculĆ© interminable, lleguĆ© por fin a la cocina. Fue el peor error que pude haber tomado. Vasos, rodillos de madera, platos, tazas e incluso alimentos como las frutas eran disparados por una fuerza invisible contra mis testĆ­culos, que seguramente ya estarĆ­an enrojecidos por el duro acoso fantasmal. 

PensĆ© en el hielo y entonces tuve una idea. JuntĆ© las piernas y comencĆ© a saltar hacia el refrigerador. Pero resbalĆ© con una manzana y caĆ­ sobre mi espalda. Mientras recuperaba el aliento por el golpe en los pulmones, una tetera se precipitĆ³ sobre mĆ­, y, junto con el dolor, endureciĆ³ mĆ”s mi carne. Quise proteger mi hombrĆ­a con las manos, pero un cucharĆ³n se deslizaba en el piso directo a mis gĆ³nadas. El impacto fue fulminante: gritĆ© no sĆ³lo por mis huevos aplastados, sino por el tremendo orgasmo que me produjo ese golpe certero. Mis ajustados bĆ³xers y mi pijama fueron empapados por mi leche viril, que saliĆ³ en abundancia por la excitaciĆ³n de mis huevos magullados. 

Pero ni asĆ­ tuve respiro, porque los ataques no se detuvieron. AsĆ­ que me levantĆ© como pude y me dirigĆ­ de nuevo al refrigerador. Dando la espalda a los objetos, que no atacaban si yo no estaba frente a ellos o con las piernas abiertas, saquĆ© desesperadamente las charolas y me resguardĆ© en su interior. Por fortuna, el enorme aparato habĆ­a estado desconectado y no helaba nada. Como los objetos voladores no podĆ­an traspasar la gruesa puerta, cesaron en su intento de dejarme sin descendencia. 

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