El misterio de Casa Marquelia 2 - Las Bolas de Pablo

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18 jul 2020

El misterio de Casa Marquelia 2



FabiƔn Urbina
fanballbusting@yahoo.com.mx


IV
El ruido de la puerta del refrigerador al abrirse me despertĆ³. Era Gervasio, que habĆ­a seguido el rastro de los objetos hasta dar con mi paradero. 
Al verme salir con las manos en mi zona genital, aĆŗn adolorida, Gervasio rio un poco. 
—Veo que ya conociĆ³ la maldiciĆ³n de la casa, joven Anselmo. 
—¿MaldiciĆ³n? ¿CuĆ”l? ¿La que deja sin hombrĆ­a a los que duermen aquĆ­?
—SĆ³lo a los descendientes del coronel Frutos y a los de mi familia, los BauzĆ”n.
Le exigĆ­ que me explicarĆ” todo el asunto, pero me dijo que primero debĆ­amos preparar un buen cafĆ©. Nos esperaba un largo dĆ­a. 
Poco mĆ”s tarde, ante una taza de cafĆ© muy cargado y un par de tradicionales empanadas del pueblo, Gervasio contĆ³ el origen de lo Ć©l llamaba “la maldiciĆ³n de Casa Marquelia”. 
—En 1916, HipĆ³lito Yrigoyen asumiĆ³ la presidencia de la Argentina bajo la llamada “etapa radical”, que incluĆ­a un ensalzamiento de los valores nacionales. Por eso se puso a perseguir a todos esos grupos e individuos que atentaran contra la moral de la repĆŗblica. 
“AquĆ­ en Basavilbaso, el gobernador CaƱedo quiso complacer al presidente Yrigoyen, asĆ­ que desatĆ³ una cacerĆ­a contra simpatizantes del comunismo, ateos, judĆ­os... y homosexuales. Por eso tuvo que perseguir a su bisabuelo, aunque, en realidad, eran amigos”. 
—¡Un momento! —le repliquĆ©. —¡Mi abuelo no era homosexual! Tuvo dos hijos legĆ­timos y muchas amantes del pueblo...
—MĆ”s bien, se creĆ³ una fama de mujeriego para ocultar la verdad. Ɖl tuvo muchos amantes varones, pero a quien le profesĆ³ verdadero amor fue a... a mi abuelo Clemente BauzĆ”n. 
Simplemente, no podĆ­a creerlo. El mito familiar de la hombrĆ­a que debĆ­a acompaƱar a los hombres de mi familia se caĆ­a a pedazos, segĆŗn el relato de este hombre... ¡Y yo lo estaba disfrutando mucho! Si mi padre y mi abuelo hubieran sabido esto, no me hubieran insistido tanto que me “hiciera como un hombre” y que buscara una esposa y alguna que otra amante, cosa que, por cierto, siempre pude eludir.
—Por favor, joven Frutos —continuĆ³ Gervasio—, no los juzgue. Yo dejĆ© de hacerlo desde hace aƱos... Pero permĆ­tame terminar la historia... Mi abuelo y el Coronel Frutos habĆ­an mantenido su romance en el mĆ”s absoluto secreto, pero un descuido en su privacidad provocĆ³ que cierto empleado del Coronel descubriera todo. A cambio de dinero, los denunciĆ³ ante el gobernador CaƱedo, quien tomĆ³ la decisiĆ³n de arrestarlos para fingir orden y decencia en su gobierno. Pero los soldados que enviĆ³ aquĆ­ recibieron una orden equivocada, asĆ­ que pensaron que tenĆ­an que acabar con ellos. Cuando llegaron a Casa Marquelia, el Coronel pudo esconder a mi abuelo Clemente en los sĆ³tanos, pero no quiso huir para mantener el honor. AsĆ­ que lo arrestaron y lo llevaron a la plaza del pueblo para ejecutarlo con ejemplaridad. 
“Todo el pueblo se opuso a esta ejecuciĆ³n, pero los soldados amenazaron a la gente y asĆ­ lograron calmarla. Pero eso no les bastĆ³, porque, para amedrentar al pueblo... Pues... violaron al Coronel con las escopetas y... lo castraron. El pobre muriĆ³ desangrado en medio de una gran ignominia, no sin antes jurar que ninguno de sus descendientes podrĆ­a descansar hasta que restauraran su honor. Y mi abuelo, al enterarse de todo, sintiĆ³ el tremendo peso de la culpa, asĆ­ que se colgĆ³ de una viga de Casa Marquelia”.
“Por eso, joven Anselmo, ninguno de sus antepasados pudo vivir en esta casa, pues el espĆ­ritu del Coronel los ataca en sus partes nobles para instigarlos a restaurar su honor. Y puesto que mi propio bisabuelo quiso participar del destino de su amado, los hombres de mi familia han sufrido ataques como el de usted al trabajar en esta casa”. 
—Y me imagino que mi bisabuelo muriĆ³ a las 3:33 a.m., ¿no es cierto?
Gervasio asintiĆ³. Su relato le daba mucha claridad a mi historia familiar, al mismo tiempo que me imponĆ­a una pesada carga familiar. 
—¿Y cĆ³mo podrĆ­a ayudar a mi bisabuelo a restaurar su honor?
—No lo sĆ©, joven Anselmo. Mi familia nunca lo ha descubierto, y los parientes de usted han preferido huir antes que encargarse del asunto.
Gervasio no me ayudaba mucho, aunque yo de verdad estaba interesado en romper esa maldiciĆ³n familiar, en parte por una cuestiĆ³n de honor y tambiĆ©n porque deseaba convertir a Casa Marquelia en mi patrimonio, no sĆ³lo en una propiedad abandonada por el miedo. 
El ruido de un motor de auto nos sacĆ³ del silencio en que estĆ”bamos inmersos. 
—¡Ah, quĆ© bien! —se alegrĆ³ Gervasio. —Ha llegado la caballerĆ­a en nuestra ayuda... Bueno, en su ayuda, joven Anselmo. 
Gervasio saliĆ³ rĆ”pidamente y abriĆ³ la puerta del jeep que acaba de estacionarse bruscamente frente a la casa. SalĆ­ poco despuĆ©s de Ć©l y me detuve asombrado ante lo que vi. 
—Joven Anselmo —dijo Gervasio con orgullo—, le presento a mi Ćŗnico hijo, Polo BauzĆ”n. 



V
El hijo de Gervasio hizo que me olvidara de todo por unos momentos: el dolor testicular, la maldiciĆ³n, el misterio que debĆ­a resolver si querĆ­a mantener mi patrimonio... Era el tipo de hombre cuya primera buena impresiĆ³n se mantiene por aƱos. 
Mis treinta aƱos y 1.75 metros de estatura, mi cuerpo delgado, aunque simpĆ”tico, y mi rostro agradable, con lentes, quedaban opacados irremediablemente al lado de este sujeto, cuyo encanto me derretĆ­a de pies a cabeza. 
Polo BauzĆ”n medĆ­a 1.85 metros. Su ajustada camisa blanca marcaba unos mĆŗsculos que lo hacĆ­an lucir atlĆ©tico, ese tipo de cuerpo que no se forja en el gimnasio, sino en el arduo trabajo diario. Sin embargo, lucĆ­a muy limpio, reciĆ©n pasado por la ducha. Incluso sus jeans estaban impecables y cubrĆ­an unas piernas largas y recias, ademĆ”s de resaltar su prominente zona genital. Pero lo que mĆ”s me embelesĆ³ fue su rostro de tez clara, delgado, con facciones angulares, ojos grandes, mentĆ³n cuadrado y una mirada decidida y traviesa al mismo tiempo. Su pelo lacio alborotado era una tentaciĆ³n para mis manos, que querĆ­an deslizarse en esa cabellera abundante. El remate de su encanto lo constituĆ­a su barba de cinco dĆ­as, un detalle sumamente varonil en un hombre por demĆ”s seductor. Arrebatador serĆ­a el adjetivo con el que calificarĆ­a a este especimen masculino que se adivinaba como todo un semental en el juego erĆ³tico. 
Como un quinceaƱero que conoce al capitĆ”n de futbol de la preparatoria, me puse nervioso cuando Polo me tendiĆ³ una mano. 
—Hola, seƱor Frutos. Soy Leopoldo, pero puede llamarme Polo.
Le estrechĆ© la mano con suavidad, pero Ć©l me la sujetĆ³ con una firmeza que me encendiĆ³ aun mĆ”s. 
—¿Q-que tal, seƱor B-BauzĆ”n?
Polo se rio de mi timidez y puso su otra mano sobre la mĆ­a. Una corriente elĆ©ctrica recorriĆ³ mi brazo hasta mi garganta y bajĆ³ hasta mi zona genital. 
—Tengo entendido que ya padeciĆ³ los efectos de la que mi padre llama “la maldiciĆ³n de Casa Marquelia” —dijo mirando a mi entrepierna; de inmediato, me puse rojo de la vergĆ¼enza. —¡Ja, ja, ja, ja! ¡No tiene de quĆ© preocuparse! Todos hemos sufrido los ataques de esta casucha... Digo, la casa de su bisabuelo. 
Se llevĆ³ la mano a su paquete sin ningĆŗn reparo y se apretĆ³ los genitales con la mayor naturalidad. 
—Desde los quince aƱos, cuando visitĆ© por primera vez esta casa, he aprendido a proteger mis joyas familiares de los ataques de los duendes —afirmĆ³ con aplomo.
—SĆ­, no sabe usted quĆ© astuto es mi hijo —asegurĆ³ Gervasio al tiempo que le daba palmadas en la espalda a su hermoso vĆ”stago. —Ɖl puede pasar la noche aquĆ­ sin ningĆŗn problema, porque sabe esconderse y defenderse muy bien. Este muchachote lo ayudarĆ”, joven Anselmo. 
De inmediato pensĆ© que, de no existir la maldiciĆ³n, convertirĆ­a esta casa en el nido de amor para Polo y para mĆ­... Pero habĆ­a que conformarse con la absurda realidad. 
—SĆ­... Bueno —les dije con un poco mĆ”s de determinaciĆ³n—, por ahora, me servirĆ” de mucha ayuda si me dicen dĆ³nde puedo empezar a investigar cĆ³mo acabar con la maldiciĆ³n.
Polo se rio con fuerza, pero su padre le pidiĆ³ que se callara. 
—Disculpe a mi hijo, joven Frutos —dijo Gervasio apenado. —Ɖl cree que la maldiciĆ³n no se puede romper. 
—¡Padre, nadie ha podido romperla, pero mientras tanto ha causado mucho dolor a las dos familias, Frutos y BauzĆ”n!
Gervasio se quedĆ³ pensativo y, tras un minuto de reflexiĆ³n, se le iluminĆ³ el rostro y chasqueĆ³ los dedos.
—Mire, joven Frutos, el viejo padre Cadalsso, nuestro capellĆ”n, hace muchos aƱos tratĆ³ de limpiar la casa de espĆ­ritus, pero sĆ³lo se llevĆ³ varios golpes a sus castos genitales y no consiguiĆ³ nada. Esa noche, saliĆ³ de aquĆ­ hecho una furia y jurĆ³ no volver a pisar esta casa en toda su vida.
Polo se rio discretamente, de seguro al recordar al sacerdote. 
—Creo que el padre Cadalsso —continuĆ³ Gervasio— podrĆ­a darle alguna pista. 
Polo volviĆ³ a burlarse, pero Gervasio le dio una palmada en la cabeza. 
CarraspeĆ© un poco tras adquirir un poco mĆ”s de seguridad ante estos dos hombres. 
—Bueno, joven Polo, ahora yo estoy aquĆ­. Esa es la gran diferencia con respecto al pasado. ¡O rompo la maldiciĆ³n o dejo de llamarme Anselmo Frutos!
Polo abriĆ³ los ojos con admiraciĆ³n y me dio un abrazo fuerte y espontĆ”neo. Mi apresurada seguridad se vino abajo cuando su cuerpo se estrechĆ³ al mĆ­o. Tuve que separarme con rapidez, y voltearme, ante de que Polo o su padre notaran la enorme protuberancia que casi asomaba por mis pantalones.

VI
—¡Lo primero serĆ” tratar de sacarle la verdad a ese anciano sacerdote! —le dije a Polo casi gritando, mientras el aire frĆ­o nos daba de frente de camino a la iglesia y el joven BauzĆ”n me demostraba su pericia al volante de su juvenil jeep. 
—No le dirĆ” nada, seƱor Frutos. El padre Cadalsso es un carcamĆ”n centavero que sĆ³lo busca sacar todo el dinero que puede a los pocos catĆ³licos que quedan en el pueblo. 
Me atrevĆ­ a tocarle el hombro para darle confianza... y para disfrutar de sus mĆŗsculos. 
—Por favor, Polo, hĆ”blame de tĆŗ. 
Por unos segundos, Polo quitĆ³ la vista de la carretera y me dirigiĆ³ una mirada tan seductora, que casi me provoca lanzarme a sus brazos. Pero, por el bien de ambos, tuve que contenerme.
—Bueno... Anselmo... te decĆ­a que el cura del pueblo es todo menos un hombre religioso. SĆ³lo responde a la plata. AsĆ­ que...
—Por eso no te preocupes. Lo harĆ© hablar. 
La iglesia era una joya en decadencia del barroco espaƱol, ubicada a las afueras del pueblo. Un portĆ³n desvencijado trataba de evitar el paso a extraƱos, pero fue tan fĆ”cil de penetrar como  riesgoso al tocar.
—¡LĆ”rguense de aquĆ­, no estamos en tiempos de misa! —nos recibiĆ³ con gritos el cura, un hombre de unos ochenta aƱos cuya vitalidad se habĆ­a esfumado con la belleza de la capilla.
—Padre Cadalsso, soy Anselmo Frutos...
—¡No me importa quiĆ©n seas, lĆ”rgate! ¡No es hora de misa ni de confesiones!
SaquƩ mi cartera y la abrƭ.
—Vengo a dar un donativo a la iglesia —dije subrayando la palabra “donativo”. 
Cadalsso mordiĆ³ el anzuelo. SuavizĆ³ la voz y nos invitĆ³ a pasar a la oficina parroquial. Tras darle trescientos pesos argentinos, unos cinco dĆ³lares, nos ofreciĆ³ un horroroso cafĆ© tibio que decidĆ­ no beber. PreferĆ­ ser directo y abordar el tema cuanto antes. 
—Necesitamos saber, padre Cadalsso, cĆ³mo podemos romper la maldiciĆ³n de la Casa Marquelia. 
Sin quitar la vista de los billetes que estaba contando, el anciano respondiĆ³ con la mayor indiferencia.
—Vayan a la biblioteca municipal. El doctor Pushaq, el peruano, les dirĆ” lo que necesitan saber. Yo no puedo ayudarlos en nada. Y ahora dĆ©jenme, que estoy muy ocupado.
Nos retiramos del horrible sitio mientras Cadalsso revisaba la autenticidad de cada billete. 
—¿QuĆ© te dije, Chemo? —apuntĆ³ Polo mientras conducĆ­a a la Biblioteca Municipal. —El jodido cura no nos dijo nada. 
—Por lo menos dijo dĆ³nde podemos seguir buscando. 
—Esos fueron los trescientos pesos peor gastados de tu vida... ¡Me los hubieras dado a mĆ­, Chemo! ¡Ja, ja, ja, ja!
“Yo te darĆ­a lo que me pidieras, riquĆ­simo semental”, hubiera querido responderle, pero no quise arriesgarme a terminar el dĆ­a con un ojo morado. Y porque se trataba del joven BauzĆ”n, no me opuse a que me llamara con el espantoso hipocorĆ­stico “Chemo”. 
La Biblioteca Municipal era una casa antigua que colindaba con la clĆ­nica y la casa del regidor. Su Ćŗnica planta parecĆ­a un largo laberinto de libreros, con volĆŗmenes que, saltaba a la vista, debĆ­an estar resguardados en cĆ”maras sin humedad y a una temperatura no letal para sus viejas pĆ”ginas. Pero, de milagro, se mantenĆ­an Ć­ntegros en este pueblo olvidado de la mano de Dios. 
La campanita de la puerta atrajo la atenciĆ³n de un hombre de unos sesenta aƱos, delgado y bajo, moreno cobrizo y con gafas redondas, que saliĆ³ a nuestro encuentro y nos recibiĆ³ con una franca sonrisa. 
—Doctor Pushaq, ¿cĆ³mo le va? —lo saludĆ³ Polo con uno de sus efusivos abrazos. 
—¡Joven BauzĆ”n, quĆ© sorpresa verlo aquĆ­! Como siempre que lo veo es en la cantina, no imaginĆ© que le gustaran los libros —le dijo con burla juguetona
Ahora el que se sonrojĆ³ fue Polo, como si hubiera quedado mal ante mĆ­ por descubrir que la lectura no era su fuerte. 
—¡No... no, quĆ© dice usted, doctor! ¿QuĆ© va a pensar mi amigo Chemo, de MĆ©xico? ¡Va a decir que su amigo Polo es un bruto borracho! ¡Je, je, je! —dijo Polo con una candidez pueblerina encantadora. 
Es como si, cada vez que Polo hablaba, se apropiara de un trocito de mi corazĆ³n. 
—RamĆ³n Pushaq, a sus Ć³rdenes —se presentĆ³ el bibliotecario. 
ReaccionĆ© con tardanza mientras salĆ­a de Pololandia, la tierra de ensueƱo a la que me estaba mudando desde hacĆ­a unas horas. 
—Eh, aaah, yo... ¡Anselmo Frutos, para servirle! —le dije estrechando su pequeƱa mano. 
Pachaq puso un gesto de susto cuando escuchĆ³ mi apellido. 
—¡No... no me diga que usted es descendiente del Coronel Policarpo Frutos!
—SĆ­, soy su bisnieto. 
El erudito me tendiĆ³ la mano con franqueza. 
—Entonces, seƱor Frutos, ya sĆ© a quĆ© ha venido —dijo antes de desaparecer en el laberinto de libreros. 
Cuando volviĆ³, traĆ­a un encuadernado de pasta dura. Al abrirlo, se podĆ­a ver las pĆ”ginas amarillentas de un viejo diario. El doctor Pushaq dio vuelta a varias pĆ”ginas hasta que encontrĆ³ el dĆ­a que buscaba. 
—Usted quiere saber cĆ³mo erradicar la maldiciĆ³n de la que, adivino, es su nueva casa, ¿no es cierto? Bien. Pues su abuelo Porfirio tratĆ³ infructuosamente de liberarse de ella, pero le fue tan mal que mejor decidiĆ³ trasladarse a MĆ©xico. 
—Imagino lo que debiĆ³ haber sufrido... —le dije por obligaciĆ³n, aunque no dejaba de causarme hilaridad la visiĆ³n de mi abuelo siendo atacado en sus partes nobles. 
El doctor Pushaq siguiĆ³ buscando en ese y en otro volumen encuadernado.
—¡AjĆ”! ¡AquĆ­ estĆ”! Martes 4 de noviembre de 1916. Fue uno de los diarios mĆ”s vendidos de El Emisario de Basavilbaso. Y no porque la gente leyera mucho, sino porque deseaban confirmar lo que todo mundo ya sabĆ­a, que el Coronel Frutos habĆ­a sido asesinado por el ejĆ©rcito, debido a la acusaciĆ³n de sodomĆ­a hecha por el gobernador CaƱedo... su propio amigo. Bueno —dijo mirĆ”ndome con precauciĆ³n—, creo que no es necesario repetir toda la historia... los tres caballeros en esta habitaciĆ³n la conocemos de sobra.
TraguĆ© saliva cuando escuchĆ© la palabra “sodomĆ­a”, pues dada la involuciĆ³n que afectaba las zonas rurales de cualquier paĆ­s, en este pueblo podrĆ­a seguir condenada la prĆ”ctica de un hombre que ama a otro hombre. 
—Pero —continuĆ³ el doctor Pushaq—, noto que hubo un detalle que esta crĆ³nica no incluyĆ³: la causa real de la muerte de su bisabuelo, seƱor Frutos. ¿Sabe a quĆ© me refiero?
—La castraciĆ³n del Coronel. 
Pushaq tragĆ³ saliva. 
—En efecto, el Coronel Frutos muriĆ³ desangrado y profiriendo una maldiciĆ³n para sus ejecutores. Sin embargo, en realidad, lo que lanzĆ³ fue una sĆŗplica para que sus descendientes... ¿CĆ³mo lo dijo?
—“Restauraran su honor” —intervino Polo, que jugaba malabares con tres manzanas que habĆ­a hallado en la mesa donde Pushaq comĆ­a. 
—Exacto —enfatizĆ³ Pushaq. —Veo que sabes muy bien la leyenda, Polo. 
El atlĆ©tico joven siguiĆ³ jugando con las frutas y respondiĆ³ sin vernos.
—Mi viejo me ha contado tantĆ­simas veces la historia, que la he memorizado. 
Polo me lanzĆ³ una manzana y me invitĆ³ a comerla, pero no creĆ­ apropiado despojar a Pushaq de su comida.
—¿Y como puedo restaurar el honor de mi bisabuelo?
Pushaq se quedĆ³ meditando un momento. Pero cuando hablĆ³, no se oĆ­a tan esperanzado. 
—Lo ignoro, joven Frutos. Por un tiempo pensĆ© que se trataba de unir los restos de su... —mirĆ³ a Polo con cierta prudencia, como si le pidiera permiso para continuar. 
—De su amado Clemente BauzĆ”n, mi bisabuelo —dijo Polo con seriedad, aunque no perdĆ­a su rostro juguetĆ³n. —Eso intentamos hacer hace aƱos, cuando yo era un chamaco. ¿Lo recuerda, doctor Pushaq? Desenterramos a mi bisabuelo y lo pusimos en la tumba del Coronel, pero ni asĆ­ conseguimos algo. Esa misma noche, mi padre y yo fuimos atacados en Casa Marquelia.
Por un momento, la imagen de Polo al doblarse de dolor por un ataque testicular me elevĆ³ la temperatura un grado. Definitivamente, este hombre era una distracciĆ³n para mi tarea... Pero tampoco podĆ­a prescindir de Ć©l. 
—Fue algo que tuvimos que hacer a escondidas del presidente municipal, pero, como bien dices, Polo, no funcionĆ³... Sin embargo, en esa ocasiĆ³n, el sepulturero dijo algo que me llamĆ³ la atenciĆ³n, pero que habĆ­a olvidado hasta hoy. Ɖl mencionĆ³ que nadie habĆ­a “leĆ­do” bien la tumba del Coronel. Y enfatizĆ³ la palabra “leĆ­do”. He ido muchas veces al cementerio e incluso he tomado fotos a la lĆ”pida del Coronel, pero no logro captar algo raro. 
—¿Y quĆ© dice la tumba de mi bisabuelo, doctor Pushaq?
El bibliotecario buscĆ³ en un cajĆ³n de su escritorio principal y sacĆ³ una carpeta con documentos y fotos. 
—Nada especial, seƱor Frutos. Mire usted mismo.
Me entregĆ³ una foto que mostraba una lĆ”pida antigua y desgastada por el tiempo. SĆ³lo tenĆ­a escrito: 
Honorable Coronel Policarpo Frutos
1865-1916
“El hombre que sigue el camino de la vida, nunca se perderĆ””
Deut 23, 2

Mi anĆ”lisis de la inscripciĆ³n fue interrumpido cuando sentĆ­ la respiraciĆ³n de Polo en mi nuca. Sigilosamente, se me habĆ­a acercado para mirar la fotografĆ­a por encima de mi hombro. SentĆ­ una corriente elĆ©ctrica desde mi cuello hasta la punta de mis pies y ya no pude razonar con claridad. Ese atlĆ©tico especimen masculino perturbaba totalmente mi funcionamiento neuronal.
—Eeeh, yooo... Eeemm. Bueno —balbuceĆ© como tonto—, pues... Creo que... nuestra prĆ³xima parada serĆ” la tumba de mi bisabuelo. Gra-gracias, doctor Pushaq. 
El bibliotecario me dio un abrazo afectuoso. 
—Sinceramente, seƱor Frutos, deseo que logre exorcizar esa casona del fantasma que no la deja habitar... Y tĆŗ, Polo, a ver si me visitas mĆ”s seguido, eh. Tenemos que quitarte esas orejas de burro que tienes. 
Pushaq le dio un leve puƱetazo en el hombro a Polo, y Ć©ste se sobĆ³ juguetonamente, como si lo hubieran golpeado con un mazo. 

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