FabiƔn Urbina
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IV
El ruido de la puerta del refrigerador al abrirse me despertó. Era Gervasio, que habĆa seguido el rastro de los objetos hasta dar con mi paradero.
Al verme salir con las manos en mi zona genital, aĆŗn adolorida, Gervasio rio un poco.
—Veo que ya conoció la maldición de la casa, joven Anselmo.
—¿Maldición? ¿CuĆ”l? ¿La que deja sin hombrĆa a los que duermen aquĆ?
—Sólo a los descendientes del coronel Frutos y a los de mi familia, los BauzĆ”n.
Le exigĆ que me explicarĆ” todo el asunto, pero me dijo que primero debĆamos preparar un buen cafĆ©. Nos esperaba un largo dĆa.
Poco mĆ”s tarde, ante una taza de cafĆ© muy cargado y un par de tradicionales empanadas del pueblo, Gervasio contó el origen de lo Ć©l llamaba “la maldición de Casa Marquelia”.
—En 1916, Hipólito Yrigoyen asumió la presidencia de la Argentina bajo la llamada “etapa radical”, que incluĆa un ensalzamiento de los valores nacionales. Por eso se puso a perseguir a todos esos grupos e individuos que atentaran contra la moral de la repĆŗblica.
“AquĆ en Basavilbaso, el gobernador CaƱedo quiso complacer al presidente Yrigoyen, asĆ que desató una cacerĆa contra simpatizantes del comunismo, ateos, judĆos... y homosexuales. Por eso tuvo que perseguir a su bisabuelo, aunque, en realidad, eran amigos”.
—¡Un momento! —le repliquĆ©. —¡Mi abuelo no era homosexual! Tuvo dos hijos legĆtimos y muchas amantes del pueblo...
—MĆ”s bien, se creó una fama de mujeriego para ocultar la verdad. Ćl tuvo muchos amantes varones, pero a quien le profesó verdadero amor fue a... a mi abuelo Clemente BauzĆ”n.
Simplemente, no podĆa creerlo. El mito familiar de la hombrĆa que debĆa acompaƱar a los hombres de mi familia se caĆa a pedazos, segĆŗn el relato de este hombre... ¡Y yo lo estaba disfrutando mucho! Si mi padre y mi abuelo hubieran sabido esto, no me hubieran insistido tanto que me “hiciera como un hombre” y que buscara una esposa y alguna que otra amante, cosa que, por cierto, siempre pude eludir.
—Por favor, joven Frutos —continuó Gervasio—, no los juzgue. Yo dejĆ© de hacerlo desde hace aƱos... Pero permĆtame terminar la historia... Mi abuelo y el Coronel Frutos habĆan mantenido su romance en el mĆ”s absoluto secreto, pero un descuido en su privacidad provocó que cierto empleado del Coronel descubriera todo. A cambio de dinero, los denunció ante el gobernador CaƱedo, quien tomó la decisión de arrestarlos para fingir orden y decencia en su gobierno. Pero los soldados que envió aquĆ recibieron una orden equivocada, asĆ que pensaron que tenĆan que acabar con ellos. Cuando llegaron a Casa Marquelia, el Coronel pudo esconder a mi abuelo Clemente en los sótanos, pero no quiso huir para mantener el honor. AsĆ que lo arrestaron y lo llevaron a la plaza del pueblo para ejecutarlo con ejemplaridad.
“Todo el pueblo se opuso a esta ejecución, pero los soldados amenazaron a la gente y asĆ lograron calmarla. Pero eso no les bastó, porque, para amedrentar al pueblo... Pues... violaron al Coronel con las escopetas y... lo castraron. El pobre murió desangrado en medio de una gran ignominia, no sin antes jurar que ninguno de sus descendientes podrĆa descansar hasta que restauraran su honor. Y mi abuelo, al enterarse de todo, sintió el tremendo peso de la culpa, asĆ que se colgó de una viga de Casa Marquelia”.
“Por eso, joven Anselmo, ninguno de sus antepasados pudo vivir en esta casa, pues el espĆritu del Coronel los ataca en sus partes nobles para instigarlos a restaurar su honor. Y puesto que mi propio bisabuelo quiso participar del destino de su amado, los hombres de mi familia han sufrido ataques como el de usted al trabajar en esta casa”.
—Y me imagino que mi bisabuelo murió a las 3:33 a.m., ¿no es cierto?
Gervasio asintió. Su relato le daba mucha claridad a mi historia familiar, al mismo tiempo que me imponĆa una pesada carga familiar.
—¿Y cómo podrĆa ayudar a mi bisabuelo a restaurar su honor?
—No lo sĆ©, joven Anselmo. Mi familia nunca lo ha descubierto, y los parientes de usted han preferido huir antes que encargarse del asunto.
Gervasio no me ayudaba mucho, aunque yo de verdad estaba interesado en romper esa maldición familiar, en parte por una cuestión de honor y también porque deseaba convertir a Casa Marquelia en mi patrimonio, no sólo en una propiedad abandonada por el miedo.
El ruido de un motor de auto nos sacó del silencio en que estÔbamos inmersos.
—¡Ah, quĆ© bien! —se alegró Gervasio. —Ha llegado la caballerĆa en nuestra ayuda... Bueno, en su ayuda, joven Anselmo.
Gervasio salió rÔpidamente y abrió la puerta del jeep que acaba de estacionarse bruscamente frente a la casa. Salà poco después de él y me detuve asombrado ante lo que vi.
—Joven Anselmo —dijo Gervasio con orgullo—, le presento a mi Ćŗnico hijo, Polo BauzĆ”n.
V
El hijo de Gervasio hizo que me olvidara de todo por unos momentos: el dolor testicular, la maldición, el misterio que debĆa resolver si querĆa mantener mi patrimonio... Era el tipo de hombre cuya primera buena impresión se mantiene por aƱos.
Mis treinta aƱos y 1.75 metros de estatura, mi cuerpo delgado, aunque simpĆ”tico, y mi rostro agradable, con lentes, quedaban opacados irremediablemente al lado de este sujeto, cuyo encanto me derretĆa de pies a cabeza.
Polo BauzĆ”n medĆa 1.85 metros. Su ajustada camisa blanca marcaba unos mĆŗsculos que lo hacĆan lucir atlĆ©tico, ese tipo de cuerpo que no se forja en el gimnasio, sino en el arduo trabajo diario. Sin embargo, lucĆa muy limpio, reciĆ©n pasado por la ducha. Incluso sus jeans estaban impecables y cubrĆan unas piernas largas y recias, ademĆ”s de resaltar su prominente zona genital. Pero lo que mĆ”s me embelesó fue su rostro de tez clara, delgado, con facciones angulares, ojos grandes, mentón cuadrado y una mirada decidida y traviesa al mismo tiempo. Su pelo lacio alborotado era una tentación para mis manos, que querĆan deslizarse en esa cabellera abundante. El remate de su encanto lo constituĆa su barba de cinco dĆas, un detalle sumamente varonil en un hombre por demĆ”s seductor. Arrebatador serĆa el adjetivo con el que calificarĆa a este especimen masculino que se adivinaba como todo un semental en el juego erótico.
Como un quinceañero que conoce al capitÔn de futbol de la preparatoria, me puse nervioso cuando Polo me tendió una mano.
—Hola, seƱor Frutos. Soy Leopoldo, pero puede llamarme Polo.
Le estreché la mano con suavidad, pero él me la sujetó con una firmeza que me encendió aun mÔs.
—¿Q-que tal, seƱor B-BauzĆ”n?
Polo se rio de mi timidez y puso su otra mano sobre la mĆa. Una corriente elĆ©ctrica recorrió mi brazo hasta mi garganta y bajó hasta mi zona genital.
—Tengo entendido que ya padeció los efectos de la que mi padre llama “la maldición de Casa Marquelia” —dijo mirando a mi entrepierna; de inmediato, me puse rojo de la vergüenza. —¡Ja, ja, ja, ja! ¡No tiene de quĆ© preocuparse! Todos hemos sufrido los ataques de esta casucha... Digo, la casa de su bisabuelo.
Se llevó la mano a su paquete sin ningún reparo y se apretó los genitales con la mayor naturalidad.
—Desde los quince aƱos, cuando visitĆ© por primera vez esta casa, he aprendido a proteger mis joyas familiares de los ataques de los duendes —afirmó con aplomo.
—SĆ, no sabe usted quĆ© astuto es mi hijo —aseguró Gervasio al tiempo que le daba palmadas en la espalda a su hermoso vĆ”stago. —Ćl puede pasar la noche aquĆ sin ningĆŗn problema, porque sabe esconderse y defenderse muy bien. Este muchachote lo ayudarĆ”, joven Anselmo.
De inmediato pensĆ© que, de no existir la maldición, convertirĆa esta casa en el nido de amor para Polo y para mĆ... Pero habĆa que conformarse con la absurda realidad.
—SĆ... Bueno —les dije con un poco mĆ”s de determinación—, por ahora, me servirĆ” de mucha ayuda si me dicen dónde puedo empezar a investigar cómo acabar con la maldición.
Polo se rio con fuerza, pero su padre le pidió que se callara.
—Disculpe a mi hijo, joven Frutos —dijo Gervasio apenado. —Ćl cree que la maldición no se puede romper.
—¡Padre, nadie ha podido romperla, pero mientras tanto ha causado mucho dolor a las dos familias, Frutos y BauzĆ”n!
Gervasio se quedó pensativo y, tras un minuto de reflexión, se le iluminó el rostro y chasqueó los dedos.
—Mire, joven Frutos, el viejo padre Cadalsso, nuestro capellĆ”n, hace muchos aƱos trató de limpiar la casa de espĆritus, pero sólo se llevó varios golpes a sus castos genitales y no consiguió nada. Esa noche, salió de aquĆ hecho una furia y juró no volver a pisar esta casa en toda su vida.
Polo se rio discretamente, de seguro al recordar al sacerdote.
—Creo que el padre Cadalsso —continuó Gervasio— podrĆa darle alguna pista.
Polo volvió a burlarse, pero Gervasio le dio una palmada en la cabeza.
CarraspeƩ un poco tras adquirir un poco mƔs de seguridad ante estos dos hombres.
—Bueno, joven Polo, ahora yo estoy aquĆ. Esa es la gran diferencia con respecto al pasado. ¡O rompo la maldición o dejo de llamarme Anselmo Frutos!
Polo abrió los ojos con admiración y me dio un abrazo fuerte y espontĆ”neo. Mi apresurada seguridad se vino abajo cuando su cuerpo se estrechó al mĆo. Tuve que separarme con rapidez, y voltearme, ante de que Polo o su padre notaran la enorme protuberancia que casi asomaba por mis pantalones.
VI
—¡Lo primero serĆ” tratar de sacarle la verdad a ese anciano sacerdote! —le dije a Polo casi gritando, mientras el aire frĆo nos daba de frente de camino a la iglesia y el joven BauzĆ”n me demostraba su pericia al volante de su juvenil jeep.
—No le dirĆ” nada, seƱor Frutos. El padre Cadalsso es un carcamĆ”n centavero que sólo busca sacar todo el dinero que puede a los pocos católicos que quedan en el pueblo.
Me atrevĆ a tocarle el hombro para darle confianza... y para disfrutar de sus mĆŗsculos.
—Por favor, Polo, hĆ”blame de tĆŗ.
Por unos segundos, Polo quitó la vista de la carretera y me dirigió una mirada tan seductora, que casi me provoca lanzarme a sus brazos. Pero, por el bien de ambos, tuve que contenerme.
—Bueno... Anselmo... te decĆa que el cura del pueblo es todo menos un hombre religioso. Sólo responde a la plata. AsĆ que...
—Por eso no te preocupes. Lo harĆ© hablar.
La iglesia era una joya en decadencia del barroco español, ubicada a las afueras del pueblo. Un portón desvencijado trataba de evitar el paso a extraños, pero fue tan fÔcil de penetrar como riesgoso al tocar.
—¡LĆ”rguense de aquĆ, no estamos en tiempos de misa! —nos recibió con gritos el cura, un hombre de unos ochenta aƱos cuya vitalidad se habĆa esfumado con la belleza de la capilla.
—Padre Cadalsso, soy Anselmo Frutos...
—¡No me importa quiĆ©n seas, lĆ”rgate! ¡No es hora de misa ni de confesiones!
SaquĆ© mi cartera y la abrĆ.
—Vengo a dar un donativo a la iglesia —dije subrayando la palabra “donativo”.
Cadalsso mordió el anzuelo. Suavizó la voz y nos invitó a pasar a la oficina parroquial. Tras darle trescientos pesos argentinos, unos cinco dólares, nos ofreció un horroroso café tibio que decidà no beber. Preferà ser directo y abordar el tema cuanto antes.
—Necesitamos saber, padre Cadalsso, cómo podemos romper la maldición de la Casa Marquelia.
Sin quitar la vista de los billetes que estaba contando, el anciano respondió con la mayor indiferencia.
—Vayan a la biblioteca municipal. El doctor Pushaq, el peruano, les dirĆ” lo que necesitan saber. Yo no puedo ayudarlos en nada. Y ahora dĆ©jenme, que estoy muy ocupado.
Nos retiramos del horrible sitio mientras Cadalsso revisaba la autenticidad de cada billete.
—¿QuĆ© te dije, Chemo? —apuntó Polo mientras conducĆa a la Biblioteca Municipal. —El jodido cura no nos dijo nada.
—Por lo menos dijo dónde podemos seguir buscando.
—Esos fueron los trescientos pesos peor gastados de tu vida... ¡Me los hubieras dado a mĆ, Chemo! ¡Ja, ja, ja, ja!
“Yo te darĆa lo que me pidieras, riquĆsimo semental”, hubiera querido responderle, pero no quise arriesgarme a terminar el dĆa con un ojo morado. Y porque se trataba del joven BauzĆ”n, no me opuse a que me llamara con el espantoso hipocorĆstico “Chemo”.
La Biblioteca Municipal era una casa antigua que colindaba con la clĆnica y la casa del regidor. Su Ćŗnica planta parecĆa un largo laberinto de libreros, con volĆŗmenes que, saltaba a la vista, debĆan estar resguardados en cĆ”maras sin humedad y a una temperatura no letal para sus viejas pĆ”ginas. Pero, de milagro, se mantenĆan Ćntegros en este pueblo olvidado de la mano de Dios.
La campanita de la puerta atrajo la atención de un hombre de unos sesenta años, delgado y bajo, moreno cobrizo y con gafas redondas, que salió a nuestro encuentro y nos recibió con una franca sonrisa.
—Doctor Pushaq, ¿cómo le va? —lo saludó Polo con uno de sus efusivos abrazos.
—¡Joven BauzĆ”n, quĆ© sorpresa verlo aquĆ! Como siempre que lo veo es en la cantina, no imaginĆ© que le gustaran los libros —le dijo con burla juguetona
Ahora el que se sonrojó fue Polo, como si hubiera quedado mal ante mà por descubrir que la lectura no era su fuerte.
—¡No... no, quĆ© dice usted, doctor! ¿QuĆ© va a pensar mi amigo Chemo, de MĆ©xico? ¡Va a decir que su amigo Polo es un bruto borracho! ¡Je, je, je! —dijo Polo con una candidez pueblerina encantadora.
Es como si, cada vez que Polo hablaba, se apropiara de un trocito de mi corazón.
—Ramón Pushaq, a sus órdenes —se presentó el bibliotecario.
ReaccionĆ© con tardanza mientras salĆa de Pololandia, la tierra de ensueƱo a la que me estaba mudando desde hacĆa unas horas.
—Eh, aaah, yo... ¡Anselmo Frutos, para servirle! —le dije estrechando su pequeƱa mano.
Pachaq puso un gesto de susto cuando escuchó mi apellido.
—¡No... no me diga que usted es descendiente del Coronel Policarpo Frutos!
—SĆ, soy su bisnieto.
El erudito me tendió la mano con franqueza.
—Entonces, seƱor Frutos, ya sĆ© a quĆ© ha venido —dijo antes de desaparecer en el laberinto de libreros.
Cuando volvió, traĆa un encuadernado de pasta dura. Al abrirlo, se podĆa ver las pĆ”ginas amarillentas de un viejo diario. El doctor Pushaq dio vuelta a varias pĆ”ginas hasta que encontró el dĆa que buscaba.
—Usted quiere saber cómo erradicar la maldición de la que, adivino, es su nueva casa, ¿no es cierto? Bien. Pues su abuelo Porfirio trató infructuosamente de liberarse de ella, pero le fue tan mal que mejor decidió trasladarse a MĆ©xico.
—Imagino lo que debió haber sufrido... —le dije por obligación, aunque no dejaba de causarme hilaridad la visión de mi abuelo siendo atacado en sus partes nobles.
El doctor Pushaq siguió buscando en ese y en otro volumen encuadernado.
—¡AjĆ”! ¡AquĆ estĆ”! Martes 4 de noviembre de 1916. Fue uno de los diarios mĆ”s vendidos de El Emisario de Basavilbaso. Y no porque la gente leyera mucho, sino porque deseaban confirmar lo que todo mundo ya sabĆa, que el Coronel Frutos habĆa sido asesinado por el ejĆ©rcito, debido a la acusación de sodomĆa hecha por el gobernador CaƱedo... su propio amigo. Bueno —dijo mirĆ”ndome con precaución—, creo que no es necesario repetir toda la historia... los tres caballeros en esta habitación la conocemos de sobra.
TraguĆ© saliva cuando escuchĆ© la palabra “sodomĆa”, pues dada la involución que afectaba las zonas rurales de cualquier paĆs, en este pueblo podrĆa seguir condenada la prĆ”ctica de un hombre que ama a otro hombre.
—Pero —continuó el doctor Pushaq—, noto que hubo un detalle que esta crónica no incluyó: la causa real de la muerte de su bisabuelo, seƱor Frutos. ¿Sabe a quĆ© me refiero?
—La castración del Coronel.
Pushaq tragó saliva.
—En efecto, el Coronel Frutos murió desangrado y profiriendo una maldición para sus ejecutores. Sin embargo, en realidad, lo que lanzó fue una sĆŗplica para que sus descendientes... ¿Cómo lo dijo?
—“Restauraran su honor” —intervino Polo, que jugaba malabares con tres manzanas que habĆa hallado en la mesa donde Pushaq comĆa.
—Exacto —enfatizó Pushaq. —Veo que sabes muy bien la leyenda, Polo.
El atlético joven siguió jugando con las frutas y respondió sin vernos.
—Mi viejo me ha contado tantĆsimas veces la historia, que la he memorizado.
Polo me lanzó una manzana y me invitó a comerla, pero no creà apropiado despojar a Pushaq de su comida.
—¿Y como puedo restaurar el honor de mi bisabuelo?
Pushaq se quedó meditando un momento. Pero cuando habló, no se oĆa tan esperanzado.
—Lo ignoro, joven Frutos. Por un tiempo pensĆ© que se trataba de unir los restos de su... —miró a Polo con cierta prudencia, como si le pidiera permiso para continuar.
—De su amado Clemente BauzĆ”n, mi bisabuelo —dijo Polo con seriedad, aunque no perdĆa su rostro juguetón. —Eso intentamos hacer hace aƱos, cuando yo era un chamaco. ¿Lo recuerda, doctor Pushaq? Desenterramos a mi bisabuelo y lo pusimos en la tumba del Coronel, pero ni asĆ conseguimos algo. Esa misma noche, mi padre y yo fuimos atacados en Casa Marquelia.
Por un momento, la imagen de Polo al doblarse de dolor por un ataque testicular me elevó la temperatura un grado. Definitivamente, este hombre era una distracción para mi tarea... Pero tampoco podĆa prescindir de Ć©l.
—Fue algo que tuvimos que hacer a escondidas del presidente municipal, pero, como bien dices, Polo, no funcionó... Sin embargo, en esa ocasión, el sepulturero dijo algo que me llamó la atención, pero que habĆa olvidado hasta hoy. Ćl mencionó que nadie habĆa “leĆdo” bien la tumba del Coronel. Y enfatizó la palabra “leĆdo”. He ido muchas veces al cementerio e incluso he tomado fotos a la lĆ”pida del Coronel, pero no logro captar algo raro.
—¿Y quĆ© dice la tumba de mi bisabuelo, doctor Pushaq?
El bibliotecario buscó en un cajón de su escritorio principal y sacó una carpeta con documentos y fotos.
—Nada especial, seƱor Frutos. Mire usted mismo.
Me entregó una foto que mostraba una lĆ”pida antigua y desgastada por el tiempo. Sólo tenĆa escrito:
Honorable Coronel Policarpo Frutos
1865-1916
“El hombre que sigue el camino de la vida, nunca se perderĆ””
Deut 23, 2
Mi anĆ”lisis de la inscripción fue interrumpido cuando sentĆ la respiración de Polo en mi nuca. Sigilosamente, se me habĆa acercado para mirar la fotografĆa por encima de mi hombro. SentĆ una corriente elĆ©ctrica desde mi cuello hasta la punta de mis pies y ya no pude razonar con claridad. Ese atlĆ©tico especimen masculino perturbaba totalmente mi funcionamiento neuronal.
—Eeeh, yooo... Eeemm. Bueno —balbuceĆ© como tonto—, pues... Creo que... nuestra próxima parada serĆ” la tumba de mi bisabuelo. Gra-gracias, doctor Pushaq.
El bibliotecario me dio un abrazo afectuoso.
—Sinceramente, seƱor Frutos, deseo que logre exorcizar esa casona del fantasma que no la deja habitar... Y tĆŗ, Polo, a ver si me visitas mĆ”s seguido, eh. Tenemos que quitarte esas orejas de burro que tienes.
Pushaq le dio un leve puñetazo en el hombro a Polo, y éste se sobó juguetonamente, como si lo hubieran golpeado con un mazo.


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