Las presas del cazador (4/7): hacia un nuevo destino - Las Bolas de Pablo

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22 abr 2022

Las presas del cazador (4/7): hacia un nuevo destino

Los secuaces aborígenes de Chemo observaron cómo su empleador aplicaba cloroformo primero a Eduardo y luego a Jairo. Ambos hombres estaban absortos en un mundo de sueño, con la cabeza apoyada contra sus fuertes pechos. Los miembros de la tribu estaban excitados sexualmente y se frotaban a través de sus finos taparrabos.

 

—MĆ”s tarde, muchachos, mĆ”s tarde, habrĆ” tiempo para eso despuĆ©s —dijo Chemo con reprobación—. En este momento, debemos preparar a nuestros invitados para su viaje. LlĆ©venlos a dormir al camión y asegĆŗrenlos.

 

Los tres indígenas se acercaron a los hombres atados. Dos de ellos empezaron a desatar las cuerdas en los tobillos de Eduardo. Después, se maravillaron ante la musculatura del hombre. Sabían que tenían que actuar rÔpido; si no se apresuraban, el efecto del cloroformo desaparecería pronto. Mientras dos desataban las muñecas de Eduardo, el tercero permanecía debajo de él dispuesto a cargar su magnífico cuerpo sobre sus hombros. Cuando lo estuvo cargando, el indígena volvió a excitarse. Caminó con su trofeo hacia el camión que los esperaba.

 

Los dos miembros restantes de la tribu repitieron su trabajo con Jairo. El hombre que cargaba a Jairo no pudo evitar acariciar el trasero y las piernas del joven mientras que el tercero caminaba detrÔs frotÔndose observando los brazos de Jairo balancearse sin fuerzas mientras lo llevaban al camión.

 

Chemo esperó a que sus cautivos estuvieran dentro del camión que los llevaría al complejo fuertemente custodiado de su propiedad. Dentro de la parte trasera del camión había dos camillas de hospital equipadas con sujeciones acolchadas. Bajaron a Eduardo y Jairo uno al lado del otro en las dos camillas. Los secuaces bloquearon sus muñecas y tobillos con las ataduras. Como si fuera una señal, los dos hombres comenzaron a recuperarse del cloroformo.

 

A medida que se volvieron mÔs y mÔs conscientes, tiraron de sus ataduras en vano. Cuando estuvieron completamente despiertos se encontraron en una nueva situación. Se miraron el uno al otro, una mirada de preocupación se dibujaba en el rostro de Jairo. No podían moverse; las ataduras eran demasiado fuertes para ellos. Una vez mÔs, Chemo se paró frente a ellos, apenas capaz de contener su alegría.

 

—”Esto es simplemente perfecto! —respondió con una sonrisa—. Espero que estĆ©n cómodos. Viajaremos de regreso a la casa de mi familia en este camión. Es un viaje algo largo, asĆ­ que querĆ­a asegurarme de que tuvieran el alojamiento adecuado. Claro, no estarĆ”n despiertos para disfrutar del viaje.

 

Eduardo y Jairo reaccionaron a esas palabras con una renovada lucha contra sus ataduras. Un brillo de sudor se desarrolló como resultado de sus esfuerzos, acentuando la exquisitez de sus cuerpos. Chemo y sus secuaces estaban emocionados con lo que veían.

 

—Oh, no deberĆ­an desperdiciar su fuerza tratando de romper estas cuerdas —dijo Chemo con naturalidad—. No tendrĆ”n Ć©xito.

 

Chemo caminó hacia el otro lado del camión y extrajo de un cajón dos cilindros conectados a dos mÔscaras antigÔs. Los dos hombres intensificaron sus movimientos al ver los nuevos juguetes de Chemo.

 

—Supongo que no hay nada que puedan hacer para evitar que lo intente —reflexionó Chemo—. Excepto volverlos a dormir con este gas anestĆ©sico.

 

Sabiendo que lo pasarĆ­a un poco mejor con Jairo, Chemo tomó una de las mĆ”scaras negras y caminó hacia su camilla—. Pronto estarĆ”s tomando una agradable siesta gracias a este gas —Jairo comenzó a mover la cabeza de un lado a otro en un esfuerzo por eludir a Chemo. Sin embargo, Chemo colocó hĆ”bilmente la pesada mĆ”scara de goma sobre su nariz y boca, asegurĆ”ndose de que se sellara hermĆ©ticamente. Colocó hĆ”bilmente la correa negra detrĆ”s de la cabeza de Jairo. El joven consciente del olor a goma de la mĆ”scara, empezó a hiperventilar.

 

—CĆ”lmate, Jairo —lo tranquilizó Chemo. Acarició la cara y el pecho del joven—. No te preocupes. Cuando abra el gas todo habrĆ” terminado —Chemo se volvió hacia Eduardo—. Pero primero tengo que encargarme de mi favorito.

 

Chemo recogió la segunda mÔscara y dio un paso hacia Eduardo. El guardabosques lanzó todo su cuerpo hacia adelante en un último intento desesperado por liberarse.

 

Chemo se mordió los labios, el miembro de Eduardo era impresionante. Tenía una polla larga y gruesa con una cabeza bulbosa que brillaba con líquido preseminal. Sus grandes huevos colgaban debajo un poco hinchados, por las torturas previas. Eduardo continuaba moviéndose frenéticamente, siendo entonces calmado por un puñetazo en los huevos de parte de Chemo.

 

Los ojos de Eduardo quedaron desorbitados y su boca abierta escapando un grito agónico.

 

—¿AsĆ­ te gusta que te calme? —sonrió Chemo. Se quedó mirando la colosal entrepierna de Eduardo y abrió la palma de la mano. Estrelló un manotazo en las gónadas de Eduardo con un sonido que hizo eco en el camión.

 

Sus delicadas bolas se estrellaron contra su pelvis y dejó escapar un grito agudo.

 

Chemo le dio otra fuerte palmada en la entrepierna.

 

El hombre tosió. Cerró los ojos y se mordió el labio inferior.

 

Con un sonoro golpe, su mano chocó contra los testículos de Eduardo. La palma clavó los dos frÔgiles globos en su entrepierna, aplastÔndolos y haciendo que los ojos de Eduardo se abrieran como platos.

 

Con una fracción de segundo de retraso, el guardabosques dejó escapar un gemido miserable.

 

Chemo sonrió.

 

Eduardo tosió e hizo una mueca.

 

Con un movimiento rÔpido, Chemo golpeó las bolas de Eduardo.

 

Eduardo gimió de dolor. Sus ojos estaban llenos de lÔgrimas.

 

—Lo siento —dijo Chemo, sin sonar arrepentido.

 

Eduardo gimió. Iba a comentar algo, cuando fue interrumpido con un fuerte puñetazo en los huevos que lo hizo gemir de dolor e intentar doblarse sobre la camilla.

 

Con Eduardo debilitado por el dolor testicular, Chemo pudo colocar la mƔscara en su cara y ajustar la correa detrƔs de su cabeza.

 

—El gas los mantendrĆ” dormidos durante nuestro viaje, caballeros. Disfruten de su descanso. CrĆ©anme, estarĆ”n bastante ocupados una vez que lleguemos —Chemo giró la palanca comenzando el flujo de gas.

 

Cuando los vapores golpearon la nariz de los dos hombres, ambos instintivamente contuvieron la respiración. Chemo se rió de su dĆ©bil intento. —No pueden contener la respiración para siempre —hizo seƱas a sus secuaces indĆ­genas que observaron todo a lo lejos. Uno de ellos se acercó a Jairo y le empezó a apretar las gónadas. El joven reaccionó dando un quejido de dolor y aspirando una gran bocanada de gas. El efecto fue casi inmediato. Empezó a sentirse mareado; su cuerpo se sentĆ­a como si estuviera flotando sobre la camilla en la que estaba acostado. A medida que sus testĆ­culos fueron apretados entre dedos, tomó aliento tras aliento. Su visión se nubló. El aborigen se burló cuando vio que el joven estaba dormido. Dejó de torturar a Jairo y comenzó a frotarse.

 

Eduardo pudo aguantar mÔs tiempo y vio a su compañero perder el conocimiento una vez mÔs. Miró a Chemo que estaba de pie mirando a Jairo.

 

—Ahora te toca a ti, Eduardo. Mira quĆ© plĆ”cidamente duerme Jairo. Creo que es hora de que tĆŗ tambiĆ©n descanses —Chemo alcanzó la entrepierna de Eduardo. El hombre sintió que la mano de Chemo envolvĆ­a sus huevos. Eduardo jadeó y aspiró el gas. El efecto sedante pronto lo superó. Al igual que Jairo, Eduardo sintió que el entumecimiento le recorrĆ­a el cuerpo. TodavĆ­a era consciente de que le apretaban las bolas, pero de alguna manera esa sensación dolorosa se sentĆ­a lejana. Con cada respiración, la mente de Eduardo se nublaba. El gas lo arrastraba a la oscuridad. Cada vez que parpadeaba, le resultaba mĆ”s difĆ­cil abrir los ojos. Finalmente sus pupilas se cerraron y no volvieron a abrirse.

 

Chemo quitó su mano, soltando las pelotas de Eduardo. Miró al semental inconsciente con hambre en los ojos. 

 

—El gas los mantendrĆ” dormidos hasta que lleguemos al complejo de mi familia. AhĆ­ es donde en verdad comenzarĆ” la diversión.

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