Las presas del cazador (1/7): capturados - Las Bolas de Pablo

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1 abr 2022

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Las presas del cazador (1/7): capturados

 

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I

 

Era un día caluroso en la selva. Jairo se despertó temprano y decidió ir a nadar para combatir el insoportable calor.

 

Salió sigilosamente de la choza para no despertar a Eduardo. Bajó las escaleras, apenas cruzaba el frente a cielo abierto y ya sus musculosos brazos brillaban de sudor. Caminó lentamente en dirección a la laguna, disfrutando de la madrugada. Ser un guardabosque y laborar en la jungla a veces resultaba una faena aburrida.

 

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Llegó a la orilla del agua mÔs que listo para refrescar su cuerpo. RÔpidamente se quitó el pantalón de color caqui, su única ropa, dejando al descubierto un miembro bien dotado y un culo firme.

 

Sin perder mÔs tiempo, se zambulló en el agua fresca y cristalina. Los efectos fueron instantÔneos: el calor de la jungla desapareció mientras el agua refrescante caía desde la cascada sobre los músculos del joven.

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Después de un corto tiempo, se sentía lo suficientemente revitalizado y decidió regresar a la casa de guardabosques.

 

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«Eduardo debe estar por despertar. No quiero que se preocupe por mí».

 

De mala gana, nadó de regreso a la orilla. Con el agua goteando por su cuerpo, caminó de regreso al lugar donde había dejado su pantalón. Se sorprendió cuando ya no estaba.

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—¿Buscas esto?

 

La voz lo sobresaltó. No podía creer lo que veía.

 

—”Chemo! Se supone que debes estar en la cĆ”rcel.

 

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Chemo
—Es increĆ­ble. En verdad es fascinante lo que un poco de dinero puede hacer, me refiero a burlar la ley. Unos cuantos sobornos y me encuentro de vuelta en la jungla —respondió Chemo con arrogancia.

 

—¿QuĆ© quieres?

 

—Volver a las andanzas. Cazar animales. Pero esta vez los cazarĆ© a ustedes —Chemo sacó un arma y apuntó a Jairo.

 

—Si me haces daƱo, Eduardo lo sabrĆ”. VolverĆ” a denunciarte.

 

—No quiero lastimarte, Jairo. Pero te necesito como cebo para capturar a Eduardo —Chemo apretó el gatillo. Un dardo se incrustó en el pecho de Jairo—. Solo es un tranquilizante. SerĆ”s mĆ”s fĆ”cil de manejar drogado.

 

Chemo se acercó a Jairo y con un movimiento rÔpido y duro pateó sus huevos con el pie derecho, vestido con pesada bota de piel de guepardo.

 

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Jairo dejó escapar un gemido mientras sus ojos se cristalizaban con vista al horizonte.

 

Chemo sonrió y lanzó otra patada al desnudo saco de bolas de Jairo.

 

Jairo cayó al suelo retorciéndose, gimiendo y chillando, agarrando su virilidad.

 

Chemo silbó y de los arbustos emergieron varios aborígenes.

 

—TrĆ”iganlo —ordenó. Uno de los musculosos nativos levantó a Jairo por encima de su hombro y siguió a Chemo hacia la jungla.

 

DespuƩs de una corta caminata, Chemo y los nativos se ubicaron en un claro.

 

—Este lugar es perfecto —seƱaló Chemo examinando el terreno—. Ata a este idiota al Ć”rbol.

 

El nativo que mantenía cargando al semental lo llevó al Ôrbol. Otro indígena sostenía unas cuerdas para atar al pobre Jairo. Trabajaron eficientemente, atando los brazos del muchacho a las ramas superiores y sus tobillos alrededor del tronco. La cabeza de Jairo descansaba sobre su pecho, con los ojos aún cerrados en un sueño inducido por la droga.

 

Chemo se acercó a su cautivo.

 

—Todo el cuerpo, lo admito —trazó la musculatura de Jairo con sus dedos, disfrutando la sensación de los mĆŗsculos tensos del muchacho. Hizo su camino hacia la polla flĆ”cida, dĆ”ndole a las bolas unas cuantas palmadas—. No puedo esperar desinflar este escroto una vez que estĆ©s despierto.

 

II

 

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Eduardo despertó después de un largo descanso nocturno. Estiró su cuerpo musculoso a la luz del sol de la mañana. Observó un lugar vacío en la cama de su compañero. «Jairo quizÔs fue a nadar. Debería acompañarlo» pensó.

 

El guardaparques se dirigió hasta la laguna para encontrar a su compañero. Al llegar, se quedó perplejo al no ver a Jairo nadando en las frías aguas. Se percató del pantalón del joven en la orilla.

 

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—QuĆ© extraƱo —susurró—. ĀæDónde estarĆ” Jairo? —sabĆ­a que su compaƱero era un buen nadador, por lo que no le preocupaba que se hubiese ahogado. Sin embargo, Āædónde estaba?

 

Observó con mÔs cuidado el Ôrea y descubrió el dardo que Chemo usó en Jairo. La primera idea que se cruzó por su mente era que su compañero de labores había sido secuestrado, ojalÔ no lo fuera por los grupos paramilitares de la frontera. Eduardo continuó inspeccionando el Ôrea frenéticamente en busca de pistas sobre dónde habían llevado a Jairo. Vio múltiples huellas en la arena cerca de la laguna y descubrió alteraciones en el follaje que conducía a la jungla. Determinó que ese era el rastro utilizado cuando se llevaron a su amigo. Con sigilo siguió el camino hacia la densa maleza, dÔndose cuenta de que tenía varios enemigos con los que lidiar.

 

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Desde la maleza, descubrió a Jairo atado desnudo al tronco de un gran Ôrbol. Dos nativos de la tribu aborigen de la zona montaban guardia a su lado. Eduardo vio que Jairo estaba inconsciente, su cabeza estaba caída sobre su pecho. La preocupación de Eduardo aumentó.

 

—¿Por quĆ© el miembro de la tribu ha hecho prisionero a Jairo? —se preguntó—. Siempre hemos tenido buenas relaciones con los nativos.

 

Independientemente de las razones habidas, Eduardo supo que su deber era rescatar a Jairo. Hizo una última inspección de los alrededores; no distinguió a nadie mÔs en la zona. Supo que tendría que luchar con los aborígenes. Se preparó para tomar por sorpresa a los nativos. Serpenteó en silencio alrededor del claro hasta que estuvo detrÔs del primer indígena. Con gran fuerza, agarró al aborigen con sus enormes brazos y lo empujó hacia la maleza. TomÔndolo completamente desprevenido, el joven miembro de la tribu fue incapaz de dar pelea. Eduardo lo arrojó sobre su espalda y se sentó a horcajadas sobre él. Dos poderosos golpes en la mandíbula dejaron al flacuchento aborigen en el suelo inconsciente.

 

El segundo acudió en ayuda de su camarada caído. Abordó con fuerza a Eduardo; los dos rodaron hacia el claro. Aunque ligeramente conmocionados, los dos recuperaron el equilibrio y se enfrentaron. El indígena se precipitó sobre Eduardo, quien respondió con una patada en los testículos. El aborigen se dobló, embargado de dolor. Eduardo terminó la pelea con un potente golpe en la nuca del rival, quien cayó sin sentido al suelo con un ruido sordo.

 

Corrió al Ć”rbol y estuvo a punto de soltar a Jairo cuando escuchó un ligero susurro en las ramas superiores. Antes de que pudiera reaccionar, un tercer indĆ­gena lanzó una red sobre Eduardo que lo arrojó al suelo.

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Eduardo comenzó a retorcerse en la red en un esfuerzo por liberarse, pero solo se enredó mÔs. El experimentado guardabosques vio caer al suelo al aborigen, quién se acercó recogiendo una lanza de un lado del Ôrbol. Apuntó amenazadoramente con ella a Eduardo y le ordenó que se quedase quieto. Sabiendo que tenía pocas opciones, obedeció.

 

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Chemo había visto cómo se desarrollaba la acción desde una maleza cercana. Una vez que estuvo seguro de que Eduardo fue sujetado adecuadamente, se acercó al guardabosque boca abajo, apuntando su pistola tranquilizante detrÔs de su espalda.

 

Eduardo no pudo creer lo que vio.

 

—”Chemo! — exclamó—. ĀæCómo escapaste de prisión?

 

—Como le expliquĆ© a tu amigo —respondió Chemo haciendo un gesto al inconsciente de Jairo—, es bastante sorprendente lo que un poco de dinero puede hacer.

 

—¿QuĆ© quieres esta vez? —gruñó Eduardo—. ĀæSeguir cazando a diestra y siniestra?

 

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—Tal cual —afirmó Chemo con calma—. A excepción que esta vez te cazarĆ© a ti, y bueno al tonto de Jairo como parte de una bonificación. De momento te pondrĆ© a dormir —disparó y un dardo voló al cuello de Eduardo. Un segundo impactó en su pecho.

 

Con los brazos enredados en la red, Eduardo no pudo quitarse los dardos ni dar pelea. Sintió el sedante fluir a través de su cuerpo debilitÔndolo rÔpidamente. Su visión se volvió borrosa; sus poderosos miembros se debilitaron. Lo último que pudo ver fue a Chemo sonriéndole. El mundo se le estaba apagando.

 

Con eso, Chemo lanzó una poderosa patada a la entrepierna de Eduardo, aplastando sus testículos contra su pelvis y haciendo que se doblara de dolor bajo la red.

 

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Chemo se echó a reír mientras que Eduardo se doblaba lentamente, gimiendo y agarrando sus bolas.

 

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—La pagarĆ”n muy caro por haber osado llevarme preso —anunció Chemo inclinĆ”ndose y haciendo sujetar a Eduardo del cuello, lo hizo elevar un poco y clavó un puntapiĆ© contra su entrepierna, soltando al debilitado hombre que se hincó gimiendo de dolor y sosteniendo sus bolas doloridas de nuevo.

 

Chemo se burló, mientras observó a Eduardo sucumbir entre el dolor y el efecto sedante. Cuando los músculos de Eduardo ya se relajaron y su respiración se volvió uniforme, Chemo se arrodilló para susurrarle:

 

—Te tengo, Eduardo. Tu vida ahora serĆ” una serie de actos sexuales y desgracias. Mis amigos y yo disfrutaremos domĆ”ndote.

 

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En ese momento los dos indĆ­genas que Eduardo habĆ­a atacado se recuperaron y lentamente se acercaron a Chemo. Ɖl les ordenó que sujetaran al guardabosque al Ć”rbol justamente frente a Jairo.

 

Los indƭgenas obedecieron, se acercaron a Eduardo y le quitaron la red, despuƩs lo trasladaron al Ɣrbol, asegurƔndolo firmemente con sus brazos y piernas al tronco.

 

Los poderosos músculos de Eduardo se tensaron contra el Ôrbol. Chemo por poco salivó ante la vista. Se acercó a él y agarró su pantalón, lo abrió y bajó por las piernas del noqueado semental.

 

Desnudo e inconsciente como Jairo, Eduardo estaba a merced de Chemo.

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