El misterio de Casa Marquelia (III) - Las Bolas de Pablo

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3 ago 2020

El misterio de Casa Marquelia (III)






VII
El regreso del cementerio no fue muy animado, en parte porque casi era de noche y no habĆ­amos comido nada en todo el dĆ­a, y tambiĆ©n porque yo iba estudiando la lĆ”pida de mi bisabuelo. La habĆ­a leĆ­do unas veinte veces, pero no acababa de encontrar algĆŗn significado oculto. 
—No te apures, Chemo. En cuanto lleguemos a Marquelia, mi padre nos darĆ” de cenar su famoso conejo en adobo. Y asĆ­ podrĆ”s descubrir, ¡el misterio de Casa Marquelia! —dijo esto Ćŗltimo con un tono histriĆ³nico de radionovela. 
—Gracias, Polo... No me habĆ­a dado cuenta de que estaba hambriento... Es que este asunto me tiene tan intrigado, que me olvidĆ© por completo de la comida. ¡Lo siento mucho, de verdad! Te traje de aquĆ­ para allĆ” y no te ofrecĆ­ un tiempo para comer. No sĆ© cĆ³mo compensĆ”rtelo. 
Ahora fue Polo el que me dio un puƱetazo juguetĆ³n en el hombro. Otra vez sentĆ­ esa electricidad perturbadora. 
—¡Uy, si vieras que estoy cayendo moribundo! ¡Aaaah, me muero! —dijo con dramatismo y fingiĆ³ que se desmayaba. 
—¡Cuidado, vas a perder el control del auto!
Polo rio con aires de autosuficiencia e incluso quitĆ³ una mano del volante, para mostrarme que tenĆ­a completo dominio del vehĆ­culo. 
—Mi joven amigo citadino —dijo sin perder la vista en el camino—, este camino me lo sĆ© de memoria. No podrĆ­amos chocar ni aunque se nos cruzara un jabalĆ­. 
Le respondĆ­ con nerviosismo. En realidad, lo que me tenĆ­a preocupado es no haber avanzado nada durante todo el dĆ­a. Y la inscripciĆ³n en la lĆ”pida de mi bisabuelo no me decĆ­a nada. VolvĆ­ a mirar la foto en la pantalla de mi celular, pero no descubrĆ­ nada nuevo. 
En la foto del doctor Pushaq y en la que habƭa tomado hoy, la lƔpida decƭa lo mismo: el nombre de mi bisabuelo, sus fechas y la cita bƭblica:
“El hombre que sigue el camino de la vida, nunca se perderĆ””
Deut 23, 2

—No veo nada raro en esas palabras, pues mi ancestro fue un hombre honesto y recto... Claro, con su gran secreto oculto, pero eso no lo convirtiĆ³ en un malvado. 
—Claro —dijo Polo—, no tiene nada de malo divertirse un rato con la persona que a uno le gusta, ¿no?
¿Fue mi imaginaciĆ³n o Polo me guiĆ±Ć³ un ojo? No tuve tiempo de discernirlo, porque ya habĆ­amos llegado a Casa Marquelia, donde, ademĆ”s de una opĆ­para cena, nos esperaba una noche fantasmal y peligrosa. Polo debe haber visto mi gesto de preocupaciĆ³n, porque me estrechĆ³ los hombros con sus enormes manos y me dijo: 
—Usted no se angustie, joven Frutos, que aquĆ­ estĆ” su guardaespaldas que lo protegerĆ” esta noche. 
Casi roguĆ© que sufriĆ©ramos otro de esos ataques, pues ardĆ­a en deseos de ver en acciĆ³n al galante caballero que me ofrecĆ­a su escudo y su espada. El problema era que esa casa no dejarĆ­a insatisfecho mi anhelo.

VIII
DespuĆ©s de la cena y de una urgente ducha que tomĆ©, mientras Gervasio y su inquietante hijo acondicionaban una habitaciĆ³n especial para mĆ­, llamĆ© al doctor Pushaq para despejar una duda que me habĆ­a surgido al releer la lĆ”pida: ¿quiĆ©n habĆ­a ordenado tallar esa inscripciĆ³n?
—Buena pregunta, joven Frutos —respondiĆ³ Pushaq—. Nadie lo sabe con exactitud. Unos decĆ­an que el mismo Clemente BauzĆ”n, antes de morir, mandĆ³ grabarla; otros, que su seƱora bisabuela, doƱa Esperanza, habiendo ignorado por completo las circunstancias de la muerte de su marido. Y unos mĆ”s... bueno... Unos mĆ”s afirman que fue don Silvestre Lezama, el capellĆ”n de esa Ć©poca... Otro de los hombres con quien su bisabuelo compartiĆ³ el lecho. 
—¿Y usted quĆ© piensa, doctor Pushaq? —le preguntĆ© con cierta indignaciĆ³n, pues aĆŗn no digerĆ­a por completo que la honorable historia familiar estuviera impregnada de tantos matices inesperados. 
Pushaq se quedĆ³ pensando por un momento, hasta que soltĆ³ un suspiro y dijo con reservas: 
—Me atrevo a opinar que... que fue el padre Silvestre. Me explico: Ć©l tenĆ­a una Biblia Straubinger, ediciĆ³n prĆ­ncipe, un poco grande y pesada, como se publicaban en esos tiempos. Era su Ćŗnico objeto de valor. La atesoraba mucho porque habĆ­a sido un regalo del Coronel Frutos. Pues dicen en el pueblo que, tras la muerte del Coronel, llevaba esa Biblia a todos lados y la cuidaba con devociĆ³n. Pero al aƱo de la muerte del Coronel, la llevĆ³ a Casa Marquelia y ahĆ­ la guardĆ³, tal vez en la biblioteca. 
—¿Usted ha visto esa Biblia, doctor Pushaq?
—En lo absoluto. Nunca... nunca me he atrevido a entrar en Casa Marquelia... especialmente por lo de la maldiciĆ³n. Y bueno, por la referencia a dicha Biblia, es porque pienso que el padre Lezama pudo haber sido quien mandĆ³ grabar la lĆ”pida. Tal vez la cita del Deuteronomio la sacĆ³ de entre sus pĆ”ginas. 
AgradecĆ­ al doctor Pushaq su informaciĆ³n y me dispuse a subir a la habitaciĆ³n. Cuando pasĆ© frente a la biblioteca de la casa, sentĆ­ un fuerte impulso para revisar ese libro tan especial. AbrĆ­ la puerta y estaba a punto de prender la luz, cuando escuchĆ© una voz familiar y encantadora que me llamaba...
—Chemo, ya estĆ” lista tu cama. Apuesto a que quieres probarla, ¿no?
Era Polo. Su irresistible llamado hizo que pospusiera la bĆŗsqueda de la Biblia hasta el dĆ­a siguiente. Un error fatal que pagarĆ­a muy caro. 
Mientras tanto, Gervasio y Polo habĆ­an vacĆ­ado una pequeƱa habitaciĆ³n de costura de la planta alta. AllĆ­ colocaron una cama sin cabecera ni partes mĆ³viles o desprendibles. 
—AquĆ­ podrĆ” descansar sin que nada lo moleste, joven Anselmo. 
—Gracias, Gervasio. Usted y Polo han sido de mucha ayuda. 
DebĆ­ haber puesto una cara de preocupaciĆ³n, porque de inmediato Gervasio buscĆ³ tranquilizarme. 
—Descuide, mi hijo se quedarĆ” aquĆ­ para protegerlo... Es lo que hacemos los BauzĆ”n por los Frutos desde hace tres generaciones... Polo vendrĆ” en cualquier momento. Fue a la ducha de la recĆ”mara principal a tomar un baƱo. 
“Pues ya que Ć©l me ayudarĆ”, me gustarĆ­a alcanzarlo en la ducha y apoyarlo en su aseo”, querĆ­a decirle a Gervasio, pero no me pareciĆ³ prudente expresarle mis deseos a ese hombre tan correcto y respetuoso.
En cuanto Gervasio se fue, reinĆ³ el silencio en la habitaciĆ³n. No quise atrancar la puerta hasta que no llegara Polo, quien por cierto se estaba tomando su tiempo en la ducha. En tanto, decidĆ­ entretenerme un rato con mi telĆ©fono celular. Mientras buscaba las redes sociales de Polo, un banner sobre una iglesia-casino me recordĆ³ la cita bĆ­blica tallada en la tumba de mi bisabuelo. 
“¡QuĆ© tonto!”, me dije. Todo el tiempo pude haber buscado ese pasaje bĆ­blico en mi celular, sin necesidad de acudir a un pesado y polvoriento libro, pero no se me habĆ­a ocurrido por la carga de toda la informaciĆ³n que tuve que digerir durante el dĆ­a. 
AsĆ­ que abrĆ­ la foto de la lĆ”pida, memoricĆ© la cita y tecleĆ© en el buscador de Google “Deuteronomio 23, 2”. Como los primeros resultados eran de biblias evangĆ©licas, optĆ© por buscar la Biblia de JerusalĆ©n, enteramente catĆ³lica... Aunque lo mejor serĆ­a localizar la mismĆ­sima Biblia Straunbinger. AsĆ­ lo hice, pero no me costĆ³ trabajo hallarla, porque es la favorita de mucha gente en la Argentina. 
AllĆ­ estaba el quinto libro de la Biblia, con su largo nombre. BusquĆ© el capĆ­tulo 23 y me fui directo a su segundo versĆ­culo... Pero lo que encontrĆ© no era nada parecido a lo grabado en la lĆ”pida: “El hombre que sigue el camino de la vida, nunca se perderĆ””.
En su lugar, aparecĆ­an unas palabras que me hicieron sudar frĆ­o. 
—¿QuĆ©? ¿EstĆ”s viendo un video de fantasmas? —dijo Polo desde el marco de la puerta. 
Si no hubiera sido por lo anonadado que yo estaba, habrĆ­a saltado sobre ese pedazo de semental, cuyo torso desnudo, salpicado de gotas de agua, lucĆ­a unos abdominales de mĆ”rmol y unos pectorales de gladiador romano cubiertos de una ligera capa de vellosidad. La toalla atorada alrededor de su cintura ajustaba lo suficiente como para resaltar una enorme protuberancia que seguro triplicarĆ­a su tamaƱo con cualquier estĆ­mulo correcto. 
Pero mi mente sĆ³lo registrĆ³ ese poderoso estĆ­mulo visual para un momento posterior, porque ahora se hallaba suspendida entre la perturbaciĆ³n y la claridad que produce una aguda revelaciĆ³n. 
—¡Polo, no vas a creer lo que encontrĆ©! ¡Las palabras de la lĆ”pida de mi bisabuelo no son las correctas!
Polo hizo un gesto de sorpresa y se sacudiĆ³ unas gotas de agua de la cabeza. 
—¿CĆ³mo? ¡Ah, caray! ¿Pues quĆ© hallaste?
—Mira...
Le acerquĆ© la pantalla del celular y dejĆ³ escapar un grito de sorpresa cuando leyĆ³ la cita original: 
El hombre que tenga los testƭculos aplastados o el pene mutilado no serƔ admitido en la asamblea de YahvƩ.
Deuteronomio 23, 2

—¡Carajo! ¡O sea que el Coronel Frutos no iba a entrar al Cielo! ¿Verdad? ¡QuĆ© mala pasada! Con lo que sufriĆ³ aquĆ­. 
—Aparentemente, asĆ­ fue... ¿Pero quiĆ©n habrĆ” tenido la macabra idea de mencionar esa cita en la lĆ”pida? Es como si... Como si...
Entonces vino la revelaciĆ³n. Ese alguien misterioso quiso darnos desde el principio la clave del misterio. SĆ³lo tenĆ­a que esperar a que un miembro de la familia Frutos desconfiara de la cita bĆ­blica grabada en la tumba. 
—¿Y entonces? —preguntĆ³ Polo ansiosamente, mientras se vestĆ­a con unos pants grises y una playera blanca ceƱida.
—Entonces... 
BostecĆ© profundamente y me di cuenta de lo cansado que estaba. 
—Creo que podrĆ­amos seguir maƱana. Ya casi lo tenemos, Polo... Ahora tenemos que organizar la jornada de descanso. ¿Te parece bien que descansemos por turnos, mientras el otro vigila que nada entre a la habitaciĆ³n?
Polo sonriĆ³, me sujetĆ³ de los hombros y me sentĆ³ en la cama. 
—No, seƱorito Frutos, usted se acostarĆ” plĆ”cidamente mientras su guardiĆ”n se mantiene vigilante. Ande, pĆ³ngase el pijama y duerma como bebĆ©. 
—¡No, Polo! —dije con Ć©nfasis—. Los dos estamos cansados, asĆ­ que no es justo que sĆ³lo yo duerma. AdemĆ”s, no pienso ponerme ropa de cama. Si nos atacan, esas prendas serĆ”n una pobre defensa contra cualquier golpe a los genitales. Lo digo sobre todo por ti, porque como no te pusiste ropa interior, tus pants dejan muy vulnerables “las joyas de tu familia”. 
Polo se rio juguetonamente y me empujĆ³ suavemente sobre la almohada. 
—No te preocupes. Ya he acompaƱado a mi padre muchas noches en esta jodida mansiĆ³n, asĆ­ que sĆ© cĆ³mo mantenerme despierto y a salvo. TĆŗ duerme, Chemo, y ya maƱana terminaremos de resolver el misterio. 
¿CĆ³mo resistirse al viril dominio de este macho que sabe cĆ³mo imponerse frente al cansancio y el peligro?
“Bueno, deberĆ­amos dormir juntos para estar mĆ”s protegidos”, le hubiera dicho si no fuera porque, en ese momento, el sueƱo dominaba mis sentidos mĆ”s que el arrebatador espĆ©cimen masculino que velarĆ­a mi descanso. 

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