XI
Afuera de Casa Marquelia todo estaba desesperadamente tranquilo. No se veĆa movimiento alguno ni una mĆnima seƱal de toda la violencia que se habĆa suscitado por la madrugada. Y tampoco habĆa seƱales de Polo.
—¡Hijo, hijo! ¿Dónde estĆ”s? ¿EstĆ”s bien? —gritó Gervasio en cuanto traspasamos el umbral.
El sitio donde lo habĆa dejado estaba desierto. Los atizadores se hallaban regados y ya no sostenĆan las extremidades de Polo. Y no habĆa seƱales del famoso bastón.
—¡Polo, Polo! —gritĆ© tambiĆ©n—. ¡Dinos si estĆ”s bien o si necesitas ayuda!
Nuestra angustia surgĆa porque ignorĆ”bamos si el ritual habĆa surtido efecto.
—¡Con una fregada, jodido Polo, contesta, pendejo! —protestó Gervasio, inmóvil en medio del gran salón.
Le pedà a Gervasio que hiciéramos silencio, por si acaso Polo estaba en algún cuarto lejano. Nada. Puro silencio.
—¡Pero quĆ© no oyes a tu padre...!
—¡Ya te oĆ, viejo! —reclamó Polo desde la cocina—. ¡No jodas, que es muy temprano!
Corrimos hacia allĆ” y encontramos a Polo sentado sobre la mesa, con una bolsa de hielo en su entrepierna.
—¡Hijo! —exclamó Gervasio antes de abrazarlo con fuerza—. ¿EstĆ”s bien, te duele, te siguieron golpeando?
Polo correspondió con fuertes palmadas en la espalda de Gervasio.
—SĆ, viejo, estoy bien. Descuida. Tu hijo es fuerte.
—¡Lo sĆ©, hijo, lo sĆ©!
Un par de lÔgrimas de alivio brotaron de los ojos de Gervasio, aunque de inmediato se las quitó con la manga de su chamarra.
Yo me quedé inmóvil, reprimiendo el impulso por lanzarme sobre mi caballero guardiÔn.
—Que... quĆ© bueno que estĆ”s bien, Polo.
—¿Entonces sĆ funcionó el ritual, hijo?
Polo se levantó de la mesa y fue hacia la estufa, sirvió tres cafés y los repartió.
—¿Ritual? Claro que sĆ. No sĆ© quĆ© habrĆ”n hecho, pero justo a las 6:45, cuando el reloj tocó las campanadas de los cuartos, los objetos cayeron al piso...
—¿Y el bastón? —preguntĆ©.
Polo levantó los hombros.
—Ni idea. Como los atizadores me soltaron sin aviso, caĆ rendido al piso y ya no lo vi. Sólo alcancĆ© a escuchar tres golpes que dio en la pared. ¡Pero lo mĆ”s extraƱo fue que...!
Gervasio y yo nos quedamos expectantes ante lo que nos revelarĆa.
—Que... que el cuadro del Coronel como que sonreĆa de gusto. No sĆ©, igual y sólo fue mi imaginación por todo lo que pasó en la noche...
Polo hizo una pausa antes de decirnos con la voz entrecortada:
—Gracias a los dos. Me salvaron.
—No, hijo, yo sólo fui el chofer. Tu amigo fue el que te salvó. Fue muy listo y muy valiente. Supo encontrar la Biblia entre todo ese montonal de libros y dijo cosas muy sabias antes de poner las cosas del Coronel en su lugar...
De inmediato sentà que la sangre se me iba a la cara. Ellos lo notaron porque mi rostro, rojo como tomate, les causó mucha gracia.
—¡No se apene, seƱor Frutos! —bromeó Polo—. Si lo avispado se le ve desde lejos.
Abrumado como estaba, sólo alcancé a decir.
—Yo... sólo querĆa que estuvieras bien...
Gervasio se acercó para darme esas fuertes palmadas que su hijo y él se propinaban. Vaya forma de mostrarse cariño viril.
—¡Ah, hijo, el joven Frutos te tiene una sorpresa!
Gervasio tocó suavemente el bolsillo de mi camisa donde traĆa la foto. La saquĆ© lentamente y se la mostrĆ© a Polo.
—¡Caramba, pero quĆ© bien salimos...! —dijo Polo con sorpresa—. ¿Pero cuĆ”ndo nos tomaron esta foto? No me acuerdo... AdemĆ”s, se ve vieja.
Gervasio la sujetó.
—No son ustedes, hijo. Son el Coronel Policarpo y tu bisabuelo Clemente.
—¡QuĆ©! —gritó Polo y soltó su taza de cafĆ© mientras le arrebataba la foto a su padre y la contemplaba de nuevo.
—SĆ, hijo. Tu bisabuelo y el Coronel se conocieron muy jóvenes y luego luego se hicieron amigos. Esta foto se la tomaron al aƱo de conocerse... Y cada uno se quedó con una copia. La de tu bisabuelo la conservo entre mis cosas mĆ”s preciadas. Por eso, cuando los vi juntos a Anselmo y a ti, supe que el destino los habĆa reunido para acabar con esta condenada maldición.
Era la primera vez, desde que habĆa pisado Basavilbaso, que Gervasio me llamaba por mi nombre.
—EspĆ©renme un ratito, hijos... —pidió Gervasio.
¿Ahora yo tambiĆ©n era su hijo?
—Denme unos minutos y les traerĆ© empanadas reciĆ©n hechas. Y ya despuĆ©s podrĆ”n irse a dormir.
—¡Je, je, je, je! ¡Viejo! ¿Crees que despuĆ©s de todo esto podrĆamos dormir?
Poco rato despuĆ©s, comimos, limpiamos la casa, volvimos a comer y entonces nos quedamos dormidos sobre la mesa de la cocina. Gervasio tuvo la cortesĆa de dejarnos ahĆ para irse a descansar a su casa.
Por la noche, tras una ducha reparadora, Polo y yo nos instalamos en la recĆ”mara principal de la casa. Como si fuĆ©ramos amigos de hacĆa aƱos, nos quedamos en ropa interior sobre la cama, bebiendo mate y platicando. MĆ”s que nada, quisimos probar nuestra suerte y esperar a que dieran las 3:33 a.m., para verificar que la maldición se habĆa terminado por completo.
—Si el embrujo del Coronel sigue, ya nos fregamos, Anselmo. AsĆ como estamos vestidos, nos tundirĆ”n y harĆ”n huevos revueltos con nuestras bolas, eh.
Yo vestĆa una playera Lacoste color azul y unos boxers largos y ajustados a juego. Polo sólo traĆa puestos unos boxers cortitos de cadera baja, color gris, de esos que incluyen una canasta realzadora. AsĆ que su equipo de diversiones se veĆa tremendo y fascinante.
—Bueno, mi estimado Polo, como ya vimos, aquĆ el de los testĆculos de acero eres tĆŗ, asĆ que le dirĆ© al espĆritu de mi bisabuelo y a sus duendes que te ataquen a ti primero.
Polo me dio un almohazado como respuesta a mi provocación juguetona.
—Y ya en serio, seƱor Frutos, ¿quĆ© harĆ”s si la maldición ya no existe?
—Pues lo que vine a hacer aquĆ: convertir Casa Marquelia en una posada de lujo... Aunque necesitarĆ© un hombre fuerte que me ayude a reparar todo y a poner linda la casita. ¿Conoces, por casualidad, a un tipo como el que te describo?
—¡¿EstĆ”s diciendo que me contratarĆas para reparar la casa?!
Asentà y Polo gritó de contento.
—No serĆ”s mi empleado, Polo, sino mi socio. Este negocio serĆ” de los dos. Porque... Bueno... Por la foto... creo que estĆ”bamos destinados a trabajar juntos.
—¿Nada mĆ”s “trabajar”?
Polo tomó mi nuca y comenzó a acercar mi cara a la suya cuando, de pronto, sonó la alarma de los celulares.
¡Las 3:30 a.m.!
Ambos tragamos saliva.
Nos pusimos de pie, pero nos quedamos paralizados. Polo fue el primero en reaccionar: protegió mi frente con su espalda y quedó totalmente expuesto.
—Si a uno de los dos van a atacar, que sea a mĆ. No te separes de mi cuerpo, eh.
El trasero firme y abultado de Polo me quitó cualquier resquicio de miedo. El contacto de mis genitales con la retaguardia de mi fiel caballero guardiĆ”n me provocó una potente erección hĆŗmeda. Polo respondió restregĆ”ndose suavemente y causando que unas gotas de mi lĆquido preseminal mojaran sus boxers ajustados.
Extasiado, abracƩ su atlƩtico torso y le dije susurrando:
—Bendigo esta maldición, porque gracias a ella pude conocerte.
Polo giró su cuello para tratar de alcanzar mis labios, pero, en ese momento, sonó de nuevo la alarma.
Eran las 3:33 a.m.
NingĆŗn ruido o movimiento de objetos. ¿EstĆ”bamos a salvo?
Yo miraba con preocupación un joyero octagonal que estaba sobre el tocador, pero no se movió ni un centĆmetro.
—Lo sabĆa —dijo Polo e hizo una pausa antes de continuar—. Anselmo, acuĆ©state boca abajo en la cama. IrĆ© a verificar un sonido en el baƱo.
Hice lo que me pidió y esperĆ© a que regresara. Yo no habĆa escuchado nada, pero tal vez Polo tenĆa el oĆdo mĆ”s fino.
—¡No, no! ¡Uuugh, mis huevos! —gritó Polo.
—¡¿QuĆ© sucedió, Polo?! ¿EstĆ”s bien?
Polo salió del cuarto de baño con las manos sobre sus genitales y con un gesto pronunciado de dolor.
—¡Me golpeó el jabón! ¡Uuuuggh, quĆ© dolor!
Me acerquƩ a Ʃl y lo abracƩ.
—¡VĆ”monos de aquĆ! —le dije muy angustiado.
De pronto, Polo cambió su gesto de dolor por uno de burla. Apretó los labios con fuerza hasta que no pudo mÔs y soltó una sonora carcajada.
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡DeberĆas ver tu cara! ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Fue una broma, no hay nada peligroso en el baƱo!
Me enfurecà y le di un puñetazo en el hombro.
—¡Idiota! ¡PensĆ© de verdad que la maldición habĆa vuelto! ¡No vuelvas a engaƱarme asĆ!
—¡Uoh, uoh, uoh! —se quejó Polo mientras se sobaba el hombro—. ¡Oye, sĆ que pegas fuerte para ser un seƱorito de ciudad!
—¡Tonto! —le dije entre risas, pues apenas habĆa podido soltar la tensión—. ¡Tonto, tonto, tonto! ¡Esto es para que te quejes de verdad!
Y le apretĆ© los testĆculos con fuerza.
—¡No, no, no! ¡Auuuuch! ¡Espera, que aĆŗn los tengo muy sensibles!
—¿No que el gran Polo BauzĆ”n tenĆa gónadas de acero? —le dije antes de soltarlo.
HabĆa sido la primera vez que tocaba los enormes genitales de Polo. Lo peor, o lo mejor, es que gocĆ© con ganas de ese leve momento de dominación.
—¡Pues sĆ, son fuertes, pero ya fueron castigados mucho! ¿No crees?
—Oye, Polo —me atrevĆ a preguntar—. ¿Y siempre los tienes de ese tamaƱo o estĆ”n hinchados por los ataques de ayer?
Antes de responder, Polo se acomodó los genitales en un claro gesto de reafirmación masculina.
—Ese es su tamaƱo natural. No se me hincharon porque les puse hielo en cuanto me soltaron los duendes.
Abrà los ojos con sorpresa y Polo disfrutó haberme provocado.
De nuevo, tomó mi nuca y acercó mis labios a los suyos. Me besó con la intensidad de quien desea tomar posesión de una nueva boca.
—Ya sabĆa que la maldición se habĆa terminado, pero querĆa asegurarme —afirmó Polo cuando soltó mis labios—. Fue lo que quise contar en la maƱana, pero no quise hacerlo frente a mi viejo... Es que, en cuanto el mazo cayó y los atizadores me soltaron, escuchĆ© una voz ronca que me dijo: “Ćmalo y cuĆdalo”.
Me quedƩ helado.
—Supongo... que era tu bisabuelo... y que hablaba de ti, Anselmo. ¿Y quiĆ©n soy yo para llevar la contraria al fantasma del Coronel? Debo obedecerlo o me arriesgo a que me los corte, ¿no crees?
—SĆ, sĆ, claro —seguĆ la broma con tono juguetón—. Debes cumplir la voluntad del Coronel... O yo mismo te los aplastarĆ©...
Se los volvĆ a apretar, pero ahora suavemente. ¡Woow! ¡TenĆa que usar las dos manos para sujetarlos!
—¡Tienes unos escudos enormes, Polo!
—Bueno... —avisó, dando media vuelta y quitĆ”ndose sus ajustados boxers—. No conoces todo mi armamento...
Volteó completamente desnudo y deteniendo con las manos su miembro.
—Anselmo, ya conociste mis escudos y su resistencia. Ahora conocerĆ”s mi espada. Espero que te guste y que no te haga gritar...
—¡Uy, quĆ© presumido es el galĆ”n Bauz...!
No me dejó terminar. Cuando quitó las manos, dejó caer un trozo de carne viril, de mĆ”s de veinte centĆmetros, en total erección.
—Y esta espada no se cansa, eh. Te lo advierto. AsĆ que, joven Frutos, si pensaba dormir, olvĆdelo.
Esa noche, y muchas mĆ”s, gocĆ© la agonĆa y el Ć©xtasis que Polo encendió en mĆ con su armamento genital.
Esa noche, nuestras historias quedaron incrustadas, fĆsica y emocionalmente, en un amor que se prolongó hasta el otoƱo de nuestras vidas.


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