El misterio de Casa Marquelia (V) - Las Bolas de Pablo

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19 ago 2020

El misterio de Casa Marquelia (V)



X

Tras comprobar que Polo no requerĆ­a atenciĆ³n mĆ©dica alguna, continuĆ© hablando con el espĆ­ritu de mi bisabuelo. 
—Abuelo,

Coronel Frutos —le dije al enorme cuadro—, mi amigo Polo y yo hemos sufrido hoy el precio de una maldiciĆ³n que sĆ³lo nos involucra por mero parentesco, pero de la que no somos responsables ni merecedores. AsĆ­ que no es justo padecer el castigo que, mĆ”s bien, deberĆ­as darle a...
El bastĆ³n volĆ³ rĆ”pidamente de la entrepierna de Polo a la mĆ­a, como si mi abuelo dijera: “¡Basta de sermones, que aquĆ­ el que manda soy yo!”. 
—Ya... ya... —dije entre gemidos—. Ya... entendĆ­... abuelo.
Debido a que Polo habĆ­a sufrido el golpe mĆ”s intenso, se quedĆ³ en posiciĆ³n fetal sobando sus magulladas bolas viriles. 
ReunĆ­ un poco de fuerza para seguir hablando con mi abuelo. 
—Ya entendĆ­... abuelo. AquĆ­ se hace lo que tĆŗ quieras... Pero, crĆ©eme lo que te dije... Si continĆŗas haciĆ©ndonos pagar tu muerte... Te juro que prenderĆ© fuego a esta casa... Y venderĆ© el terreno y me irĆ© con ese dinero. ¿Te queda claro?
El bastĆ³n se abalanzĆ³ hacia mĆ­ de forma amenazante, pero en vez de huir, le plantĆ© cara... y se detuvo frente a mi entepierna. Creo que, como buen militar, mi bisabuelo respetaba el coraje y la determinaciĆ³n. Y por los testĆ­culos de Polo y los mĆ­os, yo estaba decidido a parar los ataques de inmediato. 
—Dame un tiempo, abuelo, para detener la maldiciĆ³n. Ya he avanzado descifrando el texto del Deuteronomio... Ahora sĆ³lo resta deducir la clave y ejecutar lo que imagino serĆ” un ritual para conjurar el maleficio. Dame tiempo, por favor. Te prometo que maƱana...
El bastĆ³n flotĆ³ hacia el reloj de piso que estaba junto a la gran chimenea, rompiĆ³ el cristal y tocĆ³ la carĆ”tula tres veces, con lo que las manecillas se acomodaron en posiciĆ³n de las 6:45. 
—¿QuĆ©? ¿Tengo hasta las 6:45 de plazo? ¿De la tarde...?
El bastĆ³n golpeĆ³ con fuerza la madera de pino del reloj en seƱal de desaprobaciĆ³n.
—¿De la maƱana? 
Un golpe sereno. 
—¿De maƱana?
Trancazo a la madera. 
—¿De hoy? ¡Las 6:45 de la maƱana de hoy!
Toquido suave. SeƱal de conformidad. 
—Pero, abuelo, ¿cĆ³mo voy a descifrar el secreto de la maldiciĆ³n en tan poco tiempo? 
El bastĆ³n se mantuvo inmĆ³vil durante un largo minuto. 
—Supongo que... debo aceptar el plazo. 
RevisĆ© mi reloj de pulsera y vi que eran las 4:45 a.m. SĆ­, tenĆ­amos dos horas para consumir una maldiciĆ³n que abarcaba cuatro generaciones de hombres Frutos y BauzĆ”n. Aun asĆ­, supuse que si fracasaba no perderĆ­a nada, porque sĆ³lo tenĆ­a que alejarme de la horrible mansiĆ³n y nunca volver mĆ”s. No perdĆ­a nada con intentarlo, incluso en el corto tiempo que mi bisabuelo me otorgaba. AsĆ­ que suspirĆ© hondo y avancĆ© hacia donde estaba Polo para ayudarlo a levantarse. 
—Vamos, mi fiel amigo, pongĆ”monos hielo en las gĆ³nadas y acabemos con esto...
InterponiĆ©ndose entre Polo y yo, el bastĆ³n lo empujĆ³ hasta la chimenea; luego, tocĆ³ dos veces el piso y dos atizadores se doblaron como herraduras; cada uno sujetĆ³ un brazo de Polo y se encajĆ³ en el marco del fogĆ³n. Luego, otros dos atizadores hicieron lo mismo con sus pies, lo que dejĆ³ a Polo en posiciĆ³n de equis, con la entrepierna sumamente expuesta a cualquier embate. 
—¡QuĆ© haces, abuelo! ¡DĆ©jalo en paz, suĆ©ltalo!
Pero el bastĆ³n volviĆ³ a tocar el piso y de inmediato la puerta de la cocina se abriĆ³ para dejar salir un objeto que me aterrorizĆ³: un gran mazo para ablandar carne se acercaba con ligereza directo hacia Polo. 
—¡Basta, abuelo, no le hagas nada!
Me acerquĆ© para ayudar a Polo, pero el bastĆ³n me lo impidiĆ³, tras lo cual seƱalĆ³ la hora del reloj. El mazo se quedĆ³ suspendido en el aire, a la espera de que su amo le diera la seƱal para entrar en batalla.
Lo entendĆ­ bien. El Coronel Frutos no era un hombre que se deja chantajear, mucho menos por el tonto de su bisnieto, aunque Ć©ste le plantara cara. Por eso tomĆ³ como rehĆ©n a Polo, ya que asĆ­ se aseguraba que yo no efectuara la amenaza de quemar la casa. Si yo querĆ­a destruir la Casa Marquelia, Polo serĆ­a la primera vĆ­ctima. SĆ³lo recĆ© para que mi inteligencia fuera lo suficientemente aguda como para descifrar el secreto de la maldiciĆ³n. 
—¡Anselmo! ¡Descuida, amigo! Yo estarĆ© bien. Te lo aseguro. Estas bolas que aĆŗn me cuelgan llevan aƱos curtiĆ©ndose en esta casa, asĆ­ que aguantan como si fueran de hierro —dijo Polo con el tono mĆ”s despreocupado que pudo fingir, tras lo cual escupiĆ³ de forma desafiante en el piso.
SonreĆ­ ante la valentĆ­a de ese hombre que, sin conocerme bien, estaba dispuesto a dar su hombrĆ­a por mĆ­. 
—¡Juro que acabarĆ© con esta maldiciĆ³n, Polo! ¡VolverĆ© antes de las 6:45!
—¡Lo sĆ©! ¡Llama a mi padre, Ć©l te ayudarĆ”!
Rengueando un poco debido a mis testƭculos golpeados, salƭ de la casa y de inmediato llamƩ a Gervasio. Estaba seguro que lo asustarƭa una llamada mƭa en la madrugada, asƭ que tratƩ de emplear el tono mƔs calmado que pude.
—¿SeƱor Gervasio? Soy Anselmo Frutos. Siento mucho molestarlo a esta hora. SĆ© que lo despert... 
—DĆ­game si Polo estĆ” bien —dijo sin miramientos y con un tono frĆ­o que no ocultaba angustia.
—E-estĆ” bien, pero necesitamos su ayuda. ¿PodrĆ­a venir aq...?
—Llego en cinco minutos. 
Y colgĆ³. 
Gervasio llegĆ³ en cuatro minutos levantando una gran polvareda con su camioneta vieja. 
—¿DĆ³nde estĆ” Polo? —preguntĆ³ con apremio en cuanto bajĆ³ de su vehĆ­culo.
TraguĆ© saliva y pensĆ© con cuidado la respuesta que le darĆ­a. 
—EstĆ” bien, aunque un poco golpeado por el ataque de esta noche. El problema es que...
—¿Problema? ¿QuĆ© maldito problema provocĆ³ que usted me llamara a esta hora? ¿DĆ³nde estĆ” Polo?
SuspirĆ© hondo antes de soltar todo. 
—SeƱor Gervasio, hice un trato con mi bisabuelo para erradicar la maldiciĆ³n, pero Ć©l tomĆ³ a Polo como rehĆ©n para asegurarse de que yo lo consiga.
—¡Pero quĆ© carajos!
Gervasio se lanzĆ³ hacia el interior de la casa, pero pude interponerme para impedirlo. 
—¡EscĆŗcheme, por favor, si usted trata de entrar, el espĆ­ritu de mi bisabuelo se alterarĆ” y todo se habrĆ” arruinado! Entiendo su angustia por Polo, pero, crĆ©ame, lo ayudaremos si logramos resolver este maldito embrujo. 
Gervasio me mirĆ³ con una mezcla de ira y sĆŗplica, pero yo no me movĆ­. 
—¡Polo, hijo! ¡Soy tu padre! ¿EstĆ”s bien? —gritĆ³ con fuerza. 
Por unos segundos, lo Ćŗnico que recibimos por respuesta fue un pesado silencio. 
—¡Polo pendejo, carajo, responde! —insistiĆ³ Gervasio. 
Entonces, la voz de Polo sonĆ³ clara, con ese tono cĆ­nico y divertido que solĆ­a emplear.
—¡Ya te oĆ­, viejo! ¡No grites! SĆ­ estoy bien, aunque si tĆŗ y Anselmo no se dan prisa, seguro que aquĆ­ me convertirĆ”n en un cura casto y cĆ©libe para toda la vida. 
—¡Boludo Polo! —le contestĆ³ Gervasio con el humor de vuelta—. ¡No te apures, tu viejo te va a sacar de esta!
Gervasio se dirigiĆ³ a mĆ­ con su cara adusta. 
—No pienso fallarle a mi hijo, asĆ­ que, joven Frutos, dĆ­game quĆ© vamos a hacer. 
De inmediato le puse frente a sus ojos la pantalla de mi celular, que por fortuna no habĆ­a sufrido ningĆŗn daƱo en el ataque. 
—Esta cita del Deuteronomio es la clave de la maldiciĆ³n, seƱor Gervasio. Hace rato, Polo dijo algo importante: que debido a la falta de sus genitales, el Coronel no habĆ­a entrado al Cielo. Eso me dejĆ³ pensando en el honor que perdiĆ³ y que yo, su descendiente, debo restaurar. PensĆ© en publicar su historia verdadera para restaurar su memoria, pero tal vez eso darĆ­a a conocer aspectos de su vida que Ć©l hubiera querido mantener a resguardo...
Gervasio me interrumpiĆ³ con un resoplido impaciente. 
—Joven Frutos, dĆ­game si sabe cĆ³mo romper esta maldiciĆ³n, ¡pero no dĆ© mĆ”s rodeos!
—¡No lo sĆ©, Gervasio, no lo sĆ©! ¡Estoy igual de preocupado que usted por Polo! ¡AsĆ­ que no me presione, que ya tengo un lĆ­o en la cabeza y no hallo la forma de aclararlo! ¡No sĆ© quĆ© es lo que quiere mi bisabuelo que haga para restaurar su honor!
—Pues... como no sea que le devuelva sus pelotas...
De pronto, mi mente hizo clic. Gervasio acababa de decir algo que conectĆ³ la maraƱa de ideas que necesitaban un hilo del que pudiera tirar. 
—¿Devolverle sus genitales a mi bisabuelo? ¡Eso es imposible! AdemĆ”s, seguramente fue enterrado con los Ć³rganos que le cortaron...
Gervasio puso un gesto grave y bajĆ³ la cabeza. 
—Al Coronel lo enterraron prĆ”cticamente como quedĆ³ despuĆ©s de ser asesinado, ni siquiera le cambiaron la ropa. 
—Eso dificultarĆ­a mĆ”s la opciĆ³n de devolverle sus genitales. ¿Pudo alguien recoger los testĆ­culos cercenados de mi bisabuelo y luego conservarlos? Lo creo imposible. ¿HabrĆ” en el pueblo algĆŗn testigo de esa Ć©poca que siga vivo?
Gervasio se puso a pensar por unos momentos; luego se le iluminĆ³ el rostro y dio un chasquido. 
—¡Venga, rĆ”pido! ¡Ya sĆ© quiĆ©n nos puede ayudar! ¡Suba a la camioneta ya!
En el camino, Gervasio explicĆ³ la idea que se le habĆ­a ocurrido. Manejaba como un loco aunque con un gran control, a pesar de que la noche todavĆ­a no se disipaba.
—Aunque ya no estĆ”n vivas las personas que presenciaron la matanza del Coronel, sĆ­ que hay alguien que puede mostrarnos quĆ© sucediĆ³ despuĆ©s. Es el doctor Pushaq. Ɖl conserva los archivos de la gaceta que se publicaba en esa Ć©poca en el pueblo. Yo creo que sabe todo sobre ese terrible dĆ­a... HĆ”blele por telĆ©fono y dĆ­gale que vamos para allĆ” y que nos tenga lista la informaciĆ³n. 
MĆ”s preocupado que molesto por haberlo despertado, el doctor Pushaq nos recibiĆ³ con sendas tazas de cafĆ© reciĆ©n hecho y nos presentĆ³ la informaciĆ³n que habĆ­a recabado. 
—En los ejemplares encuadernados de la gaceta del pueblo no se muestra mĆ”s que una foto del abundante cortejo fĆŗnebre que acompaĆ±Ć³ a su bisabuelo, seƱor Frutos. 
Un profundo desĆ”nimo me invadiĆ³. Si Pushaq no podĆ­a ayudarnos, tal vez debĆ­a considerar la opciĆ³n de emplear la fuerza bruta, con el empleo de algunos guerrilleros o militares que irrumpieran en Casa Marquelia para...
—No se agĆ¼ite, seƱor Frutos —dijo Pushaq, advirtiendo mi congoja—. Por fortuna, en este pueblo nunca faltan ojos que miran lo que los demĆ”s no ven. VerĆ” usted: don Daniel Hendler, el editor de la gaceta, siempre encargaba a su asistente, MatĆ­as Laborda, que registrara con su cĆ”mara los eventos importantes del pueblo, ya sea de forma evidente o clandestina, si la ocasiĆ³n lo ameritaba. Y bueno, el asesinato del terrateniente del pueblo, a manos de militares, era una situaciĆ³n que debĆ­a quedar asentada por obligaciĆ³n periodĆ­stica y moral. AsĆ­ que, seƱor Frutos, aquĆ­ tiene la crĆ³nica fotogrĆ”fica de esa fatĆ­dica noche. 
El doctor Pushaq me entregĆ³ una caja que contenĆ­a fotos antiguas en tonos sepia y que retrataban cada momento del asesinato de mi bisabuelo, incluso el momento en que habĆ­a sido mutilado. Creo que fue el apremio por Polo el que me mantuvo compuesto frente a la barbarie que estaba presenciando. AsĆ­ pude llegar al momento en que los militares se marchaban y el pueblo comenzaba a levantar el cadĆ”ver. 
Una secuencia de cinco fotos en particular me llamĆ³ la atenciĆ³n: un hombre vestido de negro se arrodillaba junto a mi bisabuelo, luego se levantaba y hacĆ­a unas seƱas frente a Ć©l, algo que parecĆ­a una bendiciĆ³n. Tras esas cinco imĆ”genes, el sujeto desaparecĆ­a de la crĆ³nica visual del acontecimiento. 
Le acerquĆ© las fotos a Pushaq y Ć©l confirmĆ³ lo que yo habĆ­a intuido. 
—Como se habrĆ” imaginado, seƱor Frutos, ese es don Silvestre Lezama, el cura del pueblo. ¿Sabe? Esos comecocos de los curas tenĆ­an varos bolsillos en sus sotanas, por lo que podĆ­an portar cualquier clase de cosas, desde una botella de vino o un libro hasta... 
—¡Claro! Y luego, por respeto a su amado Coronel, depositĆ³ en su famosa Biblia “eso” que se llevĆ³ de la escena del crimen... ¡Pero quĆ© imbĆ©cil fui! Ayer, antes de dormir, iba a revisar la Biblia, pero preferĆ­ dejarlo para hoy. ¡Si la hubiera buscado, podrĆ­a haber terminado esto hace horas!
El doctor Pushaq me puso una paternal mano en el hombro. 
—AĆŗn no es tarde, seƱor Frutos. Corra a Casa Marquelia por el libro sagrado y luego lleve lo que haya encontrado ahĆ­ a la tumba del Coronel. 
Salimos casi sin despedirnos, pues el hecho de que, para entonces, ya fueran las 5:20 a.m., nos impedĆ­a guardar las formas de cortesĆ­a mĆ”s elementales. 
En menos de diez minutos estĆ”bamos de regreso en Casa Marquelia. SalĆ­ de la camioneta sin que Ć©sta se hubiera detenido, por lo que tropecĆ© y me di de bruces sobre la tierra. Me levantĆ© rĆ”pidamente y alcancĆ© la puerta casi saltando. 
—¡Polo, Polo! —dije en cuanto entrĆ© corriendo—. ¡Ya casi lo tenemos! ¡Dame un rato mĆ”s y todo habrĆ” acabado! 
Mi valiente guardiĆ”n se mantenĆ­a en pie y con la gallardĆ­a intacta. 
—¡MĆ”s te vale, Frutos, o nunca probarĆ”s lo que es un macho de verdad!
TraguĆ© saliva y sentĆ­ que la sangre se me iba a la cabeza. Fue una oleada de excitaciĆ³n que, incluso en ese momento crĆ­tico, Polo me provocaba con suma naturalidad. 
Aun asĆ­, corrĆ­ a la biblioteca y me topĆ© a la entrada con dos vitrinas que contenĆ­an libros incunables de gran valor, pero ninguno era la Biblia que buscaba. Lo peor era que no contaba con la ayuda de Gervasio, porque yo mismo le habĆ­a rogado que no entrara a la mansiĆ³n para no alterar al iracundo fantasma. 
Me quedĆ© en medio de la habitaciĆ³n de dos niveles que estaba cubierta, del piso al techo, de estantes llenos de libros. 
—¡Piensa, piensa, Anselmo! Eres un sacerdote rural que acaba de presenciar la muerte de su amado. Recogiste algo que consideras un tesoro y lo guardaste en tu Biblia Straunbinger... ¿DĆ³nde carajos pudiste haber colocado un libro de esa magnitud en este sitio?
La pĆ©sima iluminaciĆ³n de la biblioteca me impedĆ­a distinguir los lomos anchos, asĆ­ que encendĆ­ la linterna de mi telĆ©fono celular. Mucho mejor. 
—Veamos... Una biblioteca tan amplia como esta es incluso mayor que la del pueblo, asĆ­ que debe estar mejor organizada. A principios del siglo XX, la clasificaciĆ³n Dewey ya existĆ­a, asĆ­ que mi bisabuelo o sus ancestros pudieron tomar ese modelo como referencia. ¿CuĆ”les eran las Ć”reas? ¡Piensa, idiota, piensa...! ¡Ya! Generalidades, FilosofĆ­a, ReligiĆ³n, Ciencias Sociales, FilologĆ­a, Ciencias Naturales, TĆ©cnica, Arte, Literatura e Historia.
PasĆ© la linterna sobre los cabezales de las secciones y, en efecto, la biblioteca estaba clasificada de esa forma. De inmediato busquĆ© la secciĆ³n “ReligiĆ³n”, pero no la hallĆ© por ningĆŗn lado. Eran las 5:45 y la ansiedad comĆ­a las pocas neuronas despiertas que me quedaban. 
¿Por quĆ© no habĆ­a una secciĆ³n de religiĆ³n? ¿Mi bisabuelo era ateo? Bueno, masĆ³n sĆ­ que era. Pero los masones no siempre son agnĆ³sticos o ateos... ¡Basta con la clase de historia! Don Silvestre debiĆ³ guardar la Biblia en una secciĆ³n que fuera significativa para quienes desearan limpiar la memoria del Coronel...
Otro clic en mi cabeza. VolvĆ­ a iluminar los cabezales y encontrĆ© el de “Historia”, corrĆ­ hacia Ć©l, en el segundo nivel y empecĆ© a tocar cada uno de los tomos con desesperaciĆ³n. Nada. Mi vista no habĆ­a reparado en ningĆŗn tomo ancho y voluminoso... 
Claro. En las bibliotecas, los ojos sĆ³lo se fijan en las secciones del medio y las superiores, sobre todo cuando los pasillos son estrechos, como sucedĆ­a con la biblioteca de Casa Marquelia. AsĆ­ que me puse en cuclillas e iluminĆ© los dos Ćŗltimos entrepaƱos del librero. 
Y allƭ estaba, justo en el extreƱo derecho del entrepaƱo mƔs bajo. Era un volumen de unos 25 centƭmetros de ancho por 40 de alto y unos 10 centƭmetros de grosor. De inmediato bajƩ y coloquƩ el tomo sobre el escritorio. En cuanto lo abrƭ, un fuerte olor a polvo y a papel viejo me dieron la bienvenida. Tosƭ un poco y empecƩ a inspeccionar el volumen.
En todo el Antiguo Testamento, no habĆ­a nada insertado o fijado al lomo; pero al llegar al Nuevo, las pĆ”ginas estaban pegadas. ¡SĆ­, aquĆ­ estĆ”s! BusquĆ© en los cajones algo con quĆ© cortar el papel y hallĆ© un abrecartas dorado. Lo introduje en la primera pĆ”gina del evangelio de Mateo y se hundiĆ³ con facilidad. RompĆ­ unas diez pĆ”ginas hasta que lleguĆ© a un compartimento que contenĆ­a un envoltorio rectangular de tela. Su contenido me dejĆ³ pasmado: era un portarretratos de madera que contenĆ­a una foto en la que aparecĆ­amos Polo y yo, cada uno con la mano en el hombro del otro, frente a la fachada de Casa Marquelia.
No habĆ­a nada mĆ”s en la Biblia. Ante la desesperaciĆ³n por no haber encontrado lo que buscaba, rasguĆ© la Biblia con furia. 
—¡Joven Frutos! ¿EncontrĆ³ algo? ¡El tiempo transcurre!
Era Gervasio, que me hablaba desde afuera de la casa. Buen conocedor del edificio, sabĆ­a dĆ³nde estaba la ventana de la biblioteca. 
TomĆ© el retrato y salĆ­ de prisa, no sin antes detenerme ante el pobre de Polo y alentarlo un poco. El idiota de mĆ­ no habĆ­a podido ayudarlo, asĆ­ que ya no sabĆ­a quĆ© hacer para romper ese maldito embrujo. 
Afuera, le mostrĆ© el retrato a Gervasio. 
—Ah, son el Coronel y mi abuelo Clemente cuando eran muy jĆ³venes—dijo con una sonrisa nostĆ”lgica—. Igualitos a ustedes dos. Ya lo decĆ­a yo cuando lo vi a usted por primera vez. 
—Es todo lo que habĆ­a en la Biblia —dije derrotado y con la cara llena de lĆ”grimas de frustraciĆ³n. 
Gervasio mirĆ³ con atenciĆ³n el portarretrato y me lo devolviĆ³. 
—Joven Frutos, ¿ya notĆ³ que es muy ancho para sĆ³lo contener una foto?
AbrĆ­ los ojos ante el peso de esa evidencia y me puse a inspeccionarlo. En efecto, la parte anterior era una cajita de madera delgada que se abrĆ­a deslizando una cubierta de madera. 
Y ahĆ­ estaba lo que tanto habĆ­amos buscado: un pedazo de piel curtida con forma irregular y dos cortezas rugosas que parecĆ­an ciruelas secas. Eran, al mismo tiempo, el honor y la ignominia de mi abuelo; las piezas que faltaban a esta historia de vergĆ¼enza, tragedia y amor. ImaginĆ© al cura, don Silvestre, conservando los restos de su amado Policarpo, el Coronel, y venerĆ”ndolos como un recuerdo sagrado. 
ContemplĆ© con temor reverencial las reliquias de mi bisabuelo, que ahora formaban parte de mi propia historia. 
—¿Y ahora quĆ©, joven Frutos?
—Ahora, a visitar al Coronel.  
Eran las 6:25 a.m. cuando llegamos al cementerio. Gervasio estacionĆ³ su camioneta en la calle mĆ”s cercana a la tumba del Coronel. Al bajar, me entregĆ³ dos palancas metĆ”licas con una cuƱa en la punta, mientras que Ć©l cargaba una pala y un pico. 
Corrimos hacia la tumba y de inmediato encajamos a cada lado de la lĆ”pida una de las palancas. Contamos hasta tres y las jalamos, pero la pesada loza no se moviĆ³. 
—¡Carajo! ¡PĆ³ngale mĆ”s fuerza, joven Frutos!
Esta vez me colguĆ© de la palanca y asĆ­ logramos moverla un poco, lo suficiente para irla empujando hasta que cayĆ³, pero Gervasio tuvo que esquivarla antes de que le lastimara los pies. 
—¡Por poco! —advirtiĆ³ Gervasio con alivio—. Ahora, joven Frutos, saque esas cosas que encontrĆ³ y pĆ³ngalas donde ya sabe...
AbrĆ­ la tapa del ataĆŗd de fierro y gritĆ©. 
—¡Gervasio...! ¡Mi bisabuelo no estĆ”! ¡No estƔƔƔ! 
El reloj marcaba las 6:35 a.m.
Gervasio se dio una fuerte palmada en la frente. 
—¡Pero quĆ© pendejo he sido! ¡SĆ­game, joven Frutos!
EchĆ³ a correr con una velocidad inesperada para un hombre de su edad, aunque entendĆ­ que la desesperaciĆ³n por salvar a su hijo lo dotaba de una energĆ­a adicional. 
SeguĆ­ a Gervasio por varios pasillos del cementerio, sin necesidad de iluminarnos con linterna, pues el amanecer ya habĆ­a surgido desde hacĆ­a rato. 
Las 6:39. 
—¿AdĆ³nde vamos, Gervasio? ¡No queda tiempo!
—¡Fui un pendejo! ¡PerdĆ³neme, joven Frutos! ¡AhĆ­ no estaba su bisabuelo, y no lo recordĆ©!
—¿QuĆ© dice?
Ya no hubo oportunidad de reclamar a Gervasio, porque justo habĆ­amos llegado a una cripta sencilla que llevaba por nombre “Familia BauzĆ”n”. Gervasio dio una fuerte patada a la puerta y quebrĆ³ la chapa. Se abalanzĆ³ hacia un ataĆŗd desgastado y lo tratĆ³ de abrir con una de las palancas. 
—¡Maldita suerte! ¡EstĆ” atorado! —gritĆ³ con ira. 
Entonces, presa de la angustia, Gervasio empujĆ³ con todas sus fuerzas el ataĆŗd, que cayĆ³ al piso y se abriĆ³ con el impacto, lo que nos dejĆ³ ver su contenido. 
AllĆ­, entrelazados, estaban el esqueleto del Coronel Frutos y el que supuse que serĆ­a el de Clemente BauzĆ”n, el bisabuelo de Polo. 
—¡Ande! —dijo Gervasio jadeando—. El de la cabeza mĆ”s grande es su bisabuelo. 
Me arrodillĆ© ante el fĆ©retro y saquĆ© la bolsa de tela del portarretratos; extraje los Ć³rganos marchitos y...
—¡Espere, joven Frutos! ¿No deberĆ­a decir algo... como unas palabras mĆ”gicas o una oraciĆ³n? ¡No sĆ©!
RespirĆ© hondo, cerrĆ© los ojos y dije: 
—Abuelo Policarpo Frutos, yo, tu bisnieto Anselmo, te devuelvo lo que hace aƱos te arrebataron: tus Ć³rganos, tu honor y tu buen nombre. Fuiste un hombre honorable que amĆ³ como las circunstancias se lo permitieron. Ahora... —coloque los Ć³rganos en la zona pĆ©lvica—, ya puedes descansar en paz. 
Gervasio y yo nos mantuvimos en silencio por unos momentos. 
—¿Ya estĆ”? ¿Eso serĆ­a todo, joven Frutos?
—Supongo que sĆ­... 
Eran las 6:45 a.m.
Y Polo no respondiĆ³ las veinte llamadas que le hice durante ese momento y mientras viajamos a toda velocidad hacia Casa Marquelia. 

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