A pocos minutos para la medianoche, estoy en la pequeña habitación que he rentado. A un lado de la oscura ventana que muestra el silencioso pueblo redacto mi registros del pequeño Germán Quiroga, a tres semanas de comenzar a impartirle lecciones. Me he dado cuenta de que es un niño bastante inteligente, sería una grandísima pena que esas pequeñas gotas (de momento), de su conocimiento se despierdan.
El niño conoce de manera mental los números del 1 al 10, sin embargo no sabe cómo graficarlos. Tiene noción de las vocales y, al menos, conoce los colores. Me sorprendió mucho de saber que fueron sus padres quienes forjaron ese aprendizaje por memorización.
Es un niño bastante dulce y de hablar suave, sus ojos grises demuestran que tiene una infancia feliz aunque hay ciertos factores que me preocupan, como lo es la falta de socialización con otros pares de su edad. Se emociona con entusiasmo en los ratos de juego, en un principio me ha costado esfuerzo captar su atención, porque se distrae fácilmente. Aún así, está abierto a aprender, sobre todo cuando los juegos son educativos.
Le he enseñado a tomar el lápiz y ha aprendido a hacer círculos (no redondos, pero es un gran avance), en lo que respecta a la soltura de sus manos. Ha empezado a escribir con orgullo las vocales. Y su color favorito es el verde.
Hay una situación que llama mi atención con bastante importancia. Mis lecciones educativas son de 8 de la mañana, con descanso de 12 del mediodía a dos de la tarde y desde las 14 a 16 horas lo dedico a su desarrollo mental y artístico. Cierto día me demoré haciendo algunas anotaciones en este preciso cuaderno y cuando salí de la casa me conseguí al pequeño sentado a pie de la entrada, mirando a la verde colina.
—¿Qué haces, Germán? —le pregunté antes de irme.
—Estoy esperando a mi mamá —me dijo.
—¿Tu mamá viene hoy? —pregunté inocente y sintiendo alegría por él.
—Espero que sí —confesó y sus ojos se llenaron de lágrimas—, todos los días la espero y no llega. Hoy sí vendrá —y comenzó a llorar.
—¿Qué hizo, maestrucho? Germán, ven conmigo.
Me aparté del niño oyendo el diálogo entre padre e hijo.
—¡No! —grito el pequeño aferrándose al escalón—. ¡Yo quiero que venga mi madre!
—Tu madre, pronto llegará, Germán. Pero ya no quiero verte sentado ahí.
—¡Yo quiero que llegue! ¡HOY!
—Germán, no me grites. Vamos a pasear.
—¡No! ¡Voy a esperar a mamá!
—Tu madre no llegará hoy. Tampoco mañana, no la esperes.
—¡ERES MALO, MALO! SI VENDRÁ —el niño gritó y huyó llorando al interior de su casa.
—Germán, por favor —el hacendado se movió para subir los pequeños escalones, lo detuve de un brazo—. ¿Qué quiere, maestrucho? —se zafó con fuerza.
—¿Por qué la madre de Germán no está a su lado?
—¡Porque es una…! —el hacendado se detuvo en el negro insulto, me percaté de que el solo nombramiento de la dama transforma peor su carácter. Me dirigió una mirada cargada de rencor con sus profundos ojos grises y me observó de cabeza a pies—. ¡Qué le importa! Limítese a educar al niño! ¡Haga lo que el ministerio de educación le ordenó! ¡Obedezca órdenes en vez de andar chismorreando!
—Es importante que yo sepa todo lo que le ocurre al niño, no por chisme sino que eso afecta su educación —le dije y no pareció escucharme. Continuó subiendo las escaleras con su imponente vestimenta de jeans ajustados y camisa.
La relación entre padre e hijo es bastante cercana, juguetona y cariñosa. Estoy muy seguro de afirmar que el pequeño Germán es la debilidad de Reinaldo Quiroga y la única razón en provocarle una tierna sonrisa al bravío hombre.
Lo abraza con ternura y lo felicita con emoción cada vez que él le muestra sus progresos en dibujos, su esfuerzo para colorear sin salirse de la línea y la manera en que está aprendiendo a reconocer las letras.
El niño me cuenta que su padre siempre le lee cuentos antes de dormir. Lo que por lo menos me indica que el señor ha contribuido en el desarrollo mental del pequeño. También lo ha ayudado en las tareas que le dejo asignadas en su cuaderno.
Si de alguna manera lo ha ayudado en su educación, no comprendo por qué se opone a su educación formal.
En relación al trato con mi persona, Reinaldo Quiroga ha sido estupendamente grosero. Me vi forzado a comprar una bicicleta a dos días se comenzar las clases para movilizarme. Recuerdo que el primer día de haber culminado las lecciones el hacendado ordenaba a su chófer que enviara una provisión de víveres.
—¿Acepta que lo lleve al pueblo, profesor? —me preguntó el respetuoso señor.
—Sí, por supuesto.
—¡No! —se opuso Reinaldo Quiroga—, el maestro se va a pie. No subirá a mi camioneta.
El apenado chófer se quitó el sombrero como gesto de vergüenza y yo me encogi de hombros como si no me importara. La verdad es que la distancia entre hacienda y pueblo es lejísima, lo supe desde que llegué en taxi.
Puedo afirmar que el señor Reinaldo Quiroga tiene un carácter bastante imposible. Quizás su esposa se hartó de él. Sin embargo en una breve conversación que tuve con el pequeño niño me confesó que nunca oyó discutir a sus padres y que papá sonreía más hasta antes que su mamá se marchara, ¿para siempre?
Aún así, ¿por qué no se lo llevó? Él afirma que su madre nunca lo regaña, lo que intuyo amor por parte de ella.
Cierro mi libro de registro docente y me quedo sentado en la silla junto a la mesa de noche y la ventana, pongo una mano sobre mis testículos y siento el ligero dolor. Reinaldo Quiroga es un bruto, pero sus groserías no van a impedir que falle en mi propósito educativo. Hoy me apretó en las bolas como gesto de dominio y venganza por aquel juego de roshambo.
Ocurrió esta tarde de viernes, las lecciones habían culminado y no tendría otras hasta la siguiente semana.
—¡Profe, no se vaya! —me pidió el niño en la campestre sala de estar—. Quédese a comer pastel. Mi tío compró uno de chocolate, coma con nosotros.
—No, Germán —se opuso Reinaldo sentado de piernas abiertas, gesto común para el hombre del campo desde el mueble—, tu maestrucho se tiene que ir.
—Si Germán me invita no tengo motivos para negarme, ¿cierto Germán?
—¡Sí! —el niño saltó de emoción.
Debí irme como una persona digna, pero insistí en quedarme en señal de rebeldía.
—Germán, hijo, se le hará tarde a tu maestro para irse a su residencia.
—Profe… quédese.
Consulté mi reloj, como si en realidad me importara.
—Germán, me quedo contigo, es muy temprano para irme y es viernes, mañana no tenemos clase.
El niño sonrió de oreja a oreja achinando sus ojazos grises.
Necesito asegurarme que cuando crezca lo único que herede de su padre sea el físico y no la actitud.
Finalmente nos sirvieron el plato de pastel a todos. Una inmensa torta de chocolate sació mi ansiedad vespertina por comer algo dulce. Nos acompañó una taza de buen café. Me despedí del niño con un abrazo y le pedí que no olvidara sus tareas para el lunes.
—Tienes mucho tiempo para dedicarte a ellas. Dile a papá que te ayude o sino a tu tío. ¿Prometido?
Nos despedimos y el niño se fue corriendo emocionado a su habitación escalera arriba. Me despedí en tono cortante del hombre que miraba su celular y no me respondió.
Salí a la entrada de la casa. Agarré la bicicleta y me preparaba a subirla cuando Reinaldo salió al pórtico.
—Maestrito.
Giré la cabeza y me detuve.
Calzaba botas pesadas, pantalón de montar de tono blanco que se abrazaba a sus gruesas piernas, le abultaba generosamente la zona de su paquete masculino y camisa negra.
—Tengo un reclamo que hacerle.
—¿De qué se trata, señor Quiroga?
El hombre simplemente llegó a mí. Me tomó de las pelotas y apretó con fuerza. Contuve el aliento exhalando y dejando mi boca abierta al mismo tiempo que mi bicicleta caía al suelo y mis manos se iban a la muñeca del hacendado, haciendo bocina en vano. Se acercó hasta mi oreja para hablarme en tono sereno y firme.
Suelo utilizar como uniforme camisa blanca y pantalón caqui y por ser de ese material, la tela permitió que ese señor fácilmente se apoderada de mis joyas masculinas como si anduviera sin vestimenta.
La parte blanda de mis huevos quedó firme en su palma de la mano y encerrados bajo la presión de sus dedos.
Sentí el dolor comenzar de mis genitales de tamaño inferior al promedio, a causa de la presión ejercida por las fuertes yemas de sus dedos, curtidas por años de duro trabajo en el campo. Debo aceptar que la naturaleza no me dio teatículos de gran tamaño, pero no me quejo, a cambio me otorgó un miembro viril que provocaría envidia en cualquier hombre.
A fin de cuentas, ¡me estaba estrangulando las bolas!
—No lo quiero entrometiendose con mi familia, maestrucho. Cuando sea la hora de irse, agarre su horrible carpeta y márchese. Nada de pasteles ni cafés. Porque usted sabe que no es bienvenido en casa, ¿entendido? —preguntó haciendo un leve estirón de mi saco de bolas.
—¡Aaaah! —pude emitir de forma dolorosa, encorvándome de sentir esa horrible sensación.
Mis huevos estaban sin posibilidad de escapatoria y me dolía.
—¿Qué ocurre, maestro? —insistió Reinaldo, mirándome a los ojos, movió mi escroto en su mano como si se tratara de un saco de monedas—. ¿No que muy fuerte y segundo lugar de esa absurda competencia? ¿Ah? —la punta de sus dedos se afincaron en las paredes nerviosas de mis testículos provocándome un daño tal que mis ojos se llenaron de lágrimas.
¡Por supuesto que fui el segundo lugar de la competencia de roshambo de mis amigos de universidad una tarde de joda! Y desarrollo una fuerte resistencia en mis pelotas cuando estoy preparado a hacerlo, no en circunstancias de sorpresa.
—Cuando sea la hora de irse. ¡Váyase! ¡Nada de quedarse registrando chismes en su cuaderno, ni queriendo saber lo que hace Germán fuera de sus horas de lecciones!
Con un último estirón de testículos, Reinaldo Quiroga supo dejarme bien doblado. No acepté la humillación por completo, me coloqué de cuclillas con una mano en mis huevos y la otra en el suelo. Pero mi cuerpo me traicionó y sentí un grave dolor en mi entrepierna que me revolvió el estómago. No soporté el malestar y vomité, lo siento, debí parecer un asqueroso.
Reinaldo Quiroga retrocedió diciendo algo que no me importó, no escuché.
No entiendo por qué este hombre es tan malo. ¿Por qué actúa así? Si cree que me voy a rendir en mi propósito de educar al pequeño está muy equivocado.
Reinaldo se quedó de pie en la puerta de su casa.
Yo cuando pude me alcé y limpie mi boca con el brazo de mi camisa. Él me dirigió una risa mordaz. Desde mi posición alejada veía muy bien su cuerpo, no sé de qué tanto se burla. Un golpecito en su abultada hombría y llora en el suelo sosteniendo sus bolas de cristal como una Magdalena.
Le dirigí una mirada de reto y me di la vuelta cogiendo mi bicicleta. No tenía ánimos de montar o pedalear. Con mis bolas palpitando entre mis piernas, ¿cómo iba a hacerlo? Me fui caminando con mi bici a paso lento. Por suerte mientras bajaba, el chófer de Rio Oscuro venía de hacer un encargo, a don Luis no le importó devolverse al pueblo para darme un aventón.
Hablamos entre otras cosas que su propio nieto tiene que ir a una comunidad vecina porque ahí no hay escuela y me enteré que la esposa de Reinaldo lo abandonó por su mejor amigo, otro hacendado de la región, pero el chófer no se atrevió a profundizar en los asuntos de su patrón.
A pocos minutos de la medianoche, miro por la ventana y no hay nada que ver, ni la llorona siente diversión por salir. Apago las luces de mi cuarto de alquiler y me acuesto en la cama. Todavía mis bolas están traumatizadas, tengo dos días para sanar y volver a Río Oscuro.
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