Escrito por: FabiƔn Urbina
El hombre pez sabĆa todo sobre el robo de perlas negras, asĆ que no se permitió mentir al joven rey del Mar de Carpentaria, el poderoso Oceanstud: su altura de dos metros, la piel azul como el cielo y un cuerpo esbelto con mĆŗsculos torneados maravillaban a cualquier interlocutor del soberano.
—Majestad, mis ojos fueron testigos del hurto por manos de las sirenas. Ellas encantan con su voz a los guardias de los huertos de perlas y se apoderan de ellas.
—¿Y para quĆ© las roban?
—Mi seƱor, sĆ© que hablo de mĆ”s y arriesgo mi cuello, pero las sirenas se las entregan a los marinos humanos a cambio de grandes cantidades de piedra pumita, un mineral terrestre con el que ellas limpian y pulen sus colas de pez.
De inmediato, Oceanstud nadó velozmente hacia la zona abisal, hogar de las sirenas. No dio aviso al general de su ejĆ©rcito, pues sabĆa que esas criaturas no opondrĆan resistencia a su soberano. Gracias a sus veloces piernas, recorrió en segundos los cuatro mil metros de profundidad marina hasta llegar al nivel donde ellas habitaban. Al llegar, llamó con urgencia y enfado a la reina de las sirenas. La cautivante criatura, mitad pez y mitad mujer, se le acercó muy decidida.
—¿A quĆ© debo su visita, rey Oceanstud? Usted no suele venir a tan bajas profundidades —dijo con una voz que hubiera encandilado a cualquier macho, pero no al soberano, quien era inmune al encanto oral de las sirenas.
—Ondina, sĆ© que tus sĆŗbditas osaron robar perlas negras de los huertos reales. Y no desconoces que el reino de Carpentaria las necesita para dotarse de energĆa. Entonces, ¡¿por quĆ© permites este ultraje al reino?!
La reina de las sirenas sonrió con una mueca que bien parecĆa una filosa daga.
—Oh, poderoso rey, permĆtame disculparme por el atrevimiento de mis hijas. PermĆtame llamarlas para que expĆen su culpa.
Ondina emitió unos sonidos guturales que atrajeron rÔpidamente a una veintena de sirenas. Todas colocadas alrededor de Ondina y Oceanstud, no representaban amenaza alguna para el vigoroso monarca.
—Hijas, han cometido un tremendo delito contra las riquezas del Mar de Carpentaria —dijo Ondina solemnemente—. SĆ© que tĆŗ, PertĆ©nope, eres la lĆder de este grupĆŗsculo —se dirigió a una sirena corpulenta de piel oscura—. AsĆ que inclĆnate ante nuestro rey, suplĆcale su perdón y somĆ©tete a su castigo.
La enérgica Perténope hizo una reverencia a Ondina y se inclinó con humildad ante Oceanstud.
—Lo siento mucho, majestad —dijo con fingida humildad
Oceanstud captó de inmediato la falsedad, pero no tuvo tiempo de objetarla porque, sin saber cómo ocurrió, de pronto sintió un dolor debajo de su vientre que nunca habĆa experimentado: un repentino debilitamiento que aflojó todos sus mĆŗsculos, un dolor intenso en sus genitales que se extendió a todas sus extremidades y una fuerte necesidad de proteger su zona inguinal con sus potentes manos.
—¡Q...¡ ¿QuĆ© me hicieron... malvadas cr-criaturas? —alcanzó a balbucear.
—PertĆ©nope acaba de hundir su cola en tus dĆdimos —respondió Ondina—. Los marinos nos informaron sobre las debilidades de los machos como tĆŗ; por eso, ahora sabemos que tus sobresalientes gónadas son el punto dĆ©bil que se debe atacar para derrotarte. Lo que sientes es conocido como “dolor testicular” por los humanos.
El suplicio de Oceanstud era intenso y no le permitĆa enderezarse.
—¿Pe... pero por quĆ©? Nunca las he agravado. Al contrario, mi padre, mi abuelo y yo siempre las hemos protegido.
Dos sirenas se acercaron a Oceanstud para sujetarle las manos, mientras que otras dos le separaban las piernas ampliamente. El rey estaba confundido, pero creyó que tal vez lo asistirĆan en su dolor. Se equivocaba.
Una sirena pelirroja rebotó dos veces su cola sobre las dĆ©biles gónadas del rey. Pero ahora Ć©l no pudo tener el consuelo de sobar sus genitales porque las sirenas lo mantenĆan sujeto con una fuerza considerable. Sólo se limitó a gritar adolorido.
—Mi rey —continuó Ondina mientras Oceanstud jadeaba—, dentro de poco sabrĆ”s el motivo de nuestra osadĆa. Pero te adelanto que nunca fue nuestra intención robar las perlas. MĆ”s bien, lo hicimos para obligarte a venir a nuestro reino.
Oceanstud se recuperó por un momento y con sus cuatro extremidades lanzó lejos a las sendas sirenas que lo apresaban.
—¡Ondina! ¡Te harĆ© pagar por agredir a tu monarca!
Sin alterarse, la reina emitió un grito agudo. Oceanstud se acercó velozmente a ella, pero fue detenido por cuatro tentĆ”culos que aplicaban una fuerza descomunal sobre sus brazos y piernas y lo volvĆan a colocar en posición de equis.
—Gracias, Architeuthis —dijo Ondina a un colosal calamar gigante cuya fuerza era superior a la del musculoso monarca.
—¡S-suĆ©ltame! ¡Te lo ordena tu rey! —exigió inĆŗtilmente Oceanstud a la bestia.
Ondina se acercó y le sujetó los testĆculos como si exprimiera el jugo de un pulpo.
—Espera, mi dĆ©bil soberano —respondió la reina mientras despojaba al sufrido Oceanstud de su traje de algas marinas que cubrĆa sus portentosos genitales.
La sirena hizo una seña al calamar gigante, que de inmediato hundió uno de sus tentÔculos en el esfinter anal de Oceanstud. La sorpresa, la indignación y el dolor rectal del joven rey quedaron en el olvido cuando el tentÔculo se adhirió a la sensible próstata y la estimuló con vigor. De inmediato, el descomunal falo de Oceanstud se irguió como el mÔstil de un barco. Ondina sonrió con satisfacción.
Enseguida, tres sirenas golpearon varias veces las gónadas del atlético soberano, que empezaban a hincharse. Luego, Ondina llamó a un tiburón martillo que hundió su dura cabeza en la ingle del rey, cuyo dolor aumentaba la potencia de su erección.
Ondina volvió a la carga con sus hĆ”biles manos y apretó con vigor ese par de gónadas que ya habĆan sufrido mucho.
—¡Ya, dĆ”melo ya! —ordenó rabiosa—.
A su seƱal, el calamar estrechó la próstada del rey, quien reaccionó con unos profundos espamos y un grito de placer que pudo oĆrse a millas de distancia.
El falo de Oceanstud soltó una abundante carga de semen que en un instante se solidificó. Varias sirenas lo recolectaron en un cofre sin perder ni una sola gota.
—¡Perfecto! —gritó Ondina—. ¡Dame mĆ”s, macho marino! ¡SĆ© que tĆŗ puedes!
El calamar volvió a estimular la próstata y provocó otro intenso orgasmo. Repitió la operación seis veces mÔs, cada una con mayor afluencia de esperma. Después, Ondina ordenó al calamar que soltara al apaleado Oceanstud.
—Gracias, rey semental —dijo Ondina—. Mi madre me reveló tu secreto antes de morir. Por eso sĆ© que tu nĆ©ctar viril se convierte en el valioso mineral paladio en contacto con el agua marina.
—¿QuĆ© harĆ”n con Ć©l? —preguntó Oceanstud exhausto.
Varias sirenas se posaron frente a él y le mostraron profundas cicatrices en todo el cuerpo; incluso, unas de ellas exhibieron tristemente sus colas mutiladas, algo que conmovió profundamente al rey.
—Los barcos pesqueros de los humanos cazan con frecuencia a mis hijas, asĆ que ideamos un arma para acabar con ellos —explicó Ondina—. Pero necesitamos el paladio que tu semen produce. Por eso, mi soberano, para expiar mi osadĆa de atacarte, te ofrezco mi vida.
Oceanstud miró a las sirenas mutiladas. Conmovido, cerró los ojos y dijo:
—No serĆ” necesario, Ondina. Perdono tu ultraje... Buena suerte.
Y se alejó lo mÔs rÔpido que pudo.
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