Reinado Quiroga estaba reposando en la privacidad de su oficina. Era un ganadero de 35 años que en la soledad de su despacho se consumía entre la rabia y el dolor. Miraba a la nada frente a la puerta cerrada bajo seguro. Era un hombre caucásico de hermosos ojos color grises, cabellos castaños y que también formaban una barba muy bien recortada.
Aquel hombre tenía puesta una camisa, a pesar de que su pantalón vaquero estaba abajo entre sus piernas y sobre ellos su oloroso calzón masculino. Por encima de sus velludas piernas descansaba una polla en estado de flacidez, pero una bolsa con hielos calmaba el dolor ardiente de sus testículos hinchados y palpitantes.
—Malditos sean, se van a arrepentir —alegó presionando la bolsa en su zona inguinal sintiendo la refrescante sensación que sanaba el dolor más grande que experimenta todo hombre que ha recibido un mal golpe en los testículos.
Un ruido repetido hizo sonar la puerta, alguien llamaba desde afuera.
—¿QUÉ DEMONIOS OCURRE? —gritó. Apretó los dientes de solo sentir como cuando alzaba la voz sus doloridos testículos se levantaban dentro de su escroto.
—Te están buscando, hermano. Es un funcionario del ministerio de educación.
—¡Qué se vaya a la mierda! ¡Te dije que no estoy para nadie!
—Parece importante, hermano.
—¿TE LO TENGO QUE REPETIR? —para acentuar su furia lanzó un porta lápices que se estrelló con potencia en la puerta.
Los pasos afuera indicaron que el hermano de Reinado tomaba distancia.
El fornido hombre se miró los testículos y volvió a maldecir a los responsables de su dolor e hinchazón. Se trataba de su esposa y el amante. Horas antes Reinado se enfrentaba puños e insultos con el hombre que hasta esa fecha fue su mejor amigo.
Resulta que mientras remataba a golpes al desgraciado de Álvaro Malavé, su amigo ensangrentado y él inclinado en un posición de piernas abiertas para sostener mejor el peso de su cuerpo, repartiéndole múltiples puñetazos, recibió una dura patada en los testículos desde atrás.
El causante fue un delicado pie revestido de un zapato cerrado de tacón alto, su esposa lo colisionó en sus bolas estrellándolas en su cuerpo, haciéndolo gemir de dolor y dejar que cayera sobre Álvaro y después ser empujado a un lado en el suelo.
—¡Golpéalo en los huevos! ¡Que le duela! —dijo la mujer bastante altiva. Lucía furiosa mooviendo el recto cabello castaño, se le hizo una eternidad lograr escapar esa mañana con su amante de hace pocos meses—. Enséñale que tú eres el hombre.
Otra vez el ruido en la puerta hizo volver a la realidad a Reinaldo y escupir fuego.
—Hermano, el funcionario del ministerio insiste en que no se va a ir hasta ser atendido por ti.
—¡Carajos, Valmore! ¡Echa de aquí a ese bastado! ¡No estoy para estupideces!
—Hermano, en tu posición no estás para esa conducta.
—¿Qué, huevón? ¡Lárgate de aquí si no quieres que salga y pagues tú las consecuencias! Corre a ese hijo de puta, que vuelva en 1 000 años.
—Reinado, tienes que salir. El Ministerio de Educación te trae un ultimátum y si no aceptas, el que va a pagar las consecuencias será Germán.
Al oír ese nombre bastó para mover las fibras más profundas en Reinado. Sus ojos se desviaron a las fotografías sobre la mesa, allí estaba una donde aparecía junto a él un niño de 8 años que había heredado también sus hermosos tonos de ojos. La madre de Germán Quiroga había sido tan puta que prefirió huir con su amante y dejar al niño en la hacienda Río Oscuro. Finalmente era mejor que se quedara con su padre que con un ser extraño.
—Dile a ese hijo de puta que lo atiendo en breve —decidió Reinado.
Otra vez su hermano tomó distancia.
Reinado arrojó la bolsa con hielos al cesto de la basura. Se puso de pie y dio un pequeño resoplido cuando sintió sus bolas cambiar de posición, las sostenía en su mano ayudándolas a estar bajas en su escroto. Lentamente flexionó las rodillas y sintió dolor de sus bolas balancearse ante el poder de la gravedad. Se subió el calzón y el pantalón, haciendo una mueca dolorosa de vez en cuando ante la molestia testicular.
Colocando una mano en el pomo de la puerta, su cerebro evocó una nueva imagen. Forcejeando con Álvaro, lo había impactado contra el capó de su camioneta y le entregaba sólidos golpes, hasta que el amante de su esposa estrelló el puño cerrado en su hombría con un golpe sordo.
Las bolas de Reinado Quiroga perdieron su forma entre el fuerte puño de Álvaro y su pantalón.
Reinaldo gimió, apartándose.
Álvaro siguió, aferrando sus manos al hombro de Reinaldo e impactando la rodilla en su abdomen, el guapo hombre de ojos grises se quedó sin aliento. Álvaro volvió a golpearlo con un rodillazo en la ingle.
Reinaldo Quiroga gimoteó yéndose acurrucado al suelo, ambas manos sostenían sus bolas, mientras se aconjogaba de dolor. Sus propias piernas estaban a la altura de su pecho, mientras se hundía en un miserable mundo de agonía en sus heridas bolas.
En pocos minutos el dueño de la hacienda Río Oscuro se presentó en su propia sala de estar, amoblada al estilo campestre, con puertas de vidrio al fondo que daba al patio donde brillaba una piscina.
—Que tenga buenas tardes, señor Quiroga —lo saludó un hombre de algunos 40 y tantos años. Era alto, flaco, el cabello rodeaba la parte lateral de su cabeza, pero estaba calvo en lo superior.
—Las buenas tardes serán solo para usted, señor Escobar —dijo el hombre, sentándose en el mueble con las piernas completamente abiertas. El enviado del Ministerio de Educación observó su pose, siempre demostrando ser un hombre superior, el representante de gobierno también omitió la forma en la que llegó caminando con las piernas separadas—. Yo no tengo una buena tarde y mucho menos con su presencia aquí.
—Señor Quiroga —el funcionario suspiro, sostenía una carpeta bajo el brazo la cual alisó con sus manos y extrajo un documento—. Esta será la tercera y última vez que vengo, señor Quiroga.
—No vuelva más, simplemente.
—Última vez que vengo. La cuarta visita será con el tribunal de protección de niños —entregó la hoja de papel impresa al ganadero—. Durante un año el Ministerio de Educación le ha hecho un seguimiento, su hijo de 8 años no está cursando estudios de ninguna índole. A su edad ya es para que sepa leer y se relacione con otros niños. Su hijo debe cursar una escolaridad.
—¿Escolaridad? ¿A caso la escuela le enseñará a sacar adelante una hacienda? ¿La escuela lo ayudará a desconfiar de la gente cuando lo traiciona? ¡Diga, cabrón!
El señor Escobar lo observó bajando un poco sus lentes de lectura.
—La educación enseña a formar ciudadanos más inteligentes y aptos para la sociedad. Ahora entiendo por qué usted no confía en ella.
—No contamos con una escuela en la villa.
—Lo sabemos, señor Quiroga. Por esta razón el Ministerio de Educación resuelve asignar un educador rural para el pequeño Germán Quiroga, por el período de un año. Transcurrido el tiempo el niño debe estar apto para cursar estudios de primarias en la localidad más cercana en el pueblo de Zamora.
—A mi hijo no le hace falta perder el tiempo en esas ridiculeses. Yo le enseñaré.
—No, señor Quiroga. Sus promesas y actas vacías no sirven de nada. Usted no tiene palabra. En una semana llegará a su hacienda un docente rural asignado por el Ministerio.
—Su docente de pacotilla no va a poner su cochino pie en mis tierras. ¡Lo echaré!
–Si usted se opone, tendrá que enfrentarse a la justicia. Le está negando un derecho al niño. El tribunal de protección podría quitárselo. Considere muy bien su accionar, señor Quiroga.
Reinaldo se quedó mirando fijamente al funcionario, rompió en cuatro pedazos la notificación que le había entregado y se inclinó un poco para arrojarla al suelo. Cuando se echó hacia adelante sintió un dolor en los huevos que lo sobresaltó.
Volvió a recordar la discusión de aquella mañana en la habitación con su esposa.
—¡Estoy harta de vivir a tu lado! ¡Me largo de aquí!
—¡No puedes irte!
—¡No te soporto! Vivir a tu lado es un infierno —la mujer terminaba de guardar su equipaje.
—¡No sé de qué puedes quejarte! Vives como una reina. Todo lo que quieras te lo doy —Reinado se plantó ante la puerta de la habitación—. Tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
—¡Apártate de ahí, Reinaldo Quiroga!
—¡No lo haré!
—¡Que te apartes!
—¡De aquí no sales!
Con una pizca de coraje, Leonor se atrevió a lanzar una patada contra la entrepierna de Reinaldo, chocándole ambos huevos.
Los ojos de Reinaldo se volvieron blancos y de un segundo a otro su imponente fuerza masculina se vio minimizada. Yéndose al suelo, agarrándose las bolas, quejándose.
—¡Pasé por encima del cadáver de tus huevos! ¡Espero que te duela!
Ella pasó por encima del hacendado, golpeando su cuerpo también con la maleta.
Reinaldo gimió de dolor acurrucado en el suelo, agarrando sus maltratados testículos y lloriqueando de dolor. Acurrucado en la posición fetal y agarrando sus bolas.
No escuchaba movimiento o ruido alguno en el interior de su casa. En pocos minutos después, haciendo muecas de dolor, Reinaldo se arrastró saliendo de la habitación.
Cuando pudo llegar a la salida de su casa se encontró con el peor panorama, su mujer queriendo huir con Álvaro, su mejor amigo. Eso le renovó las fuerzas y la furia para salir a reclamar.
Sin embargo, nada sirvió había quedado con los testículos doloridos, sin esposa y con la amenaza de perder también a su hijo.
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