—¿De quién
me hablarás hoy? —Rafael ocupó un asiento en la oficina privada de Bastián.
Desde semanas atrás el muchacho se había interesado en las historias familiares
de los hombres de antaño en su genética familiar.
Bastián
Chacón que durante décadas recabó información sobre los machos de la familia
tenía extensos registros.
—Sigamos con
nuestros antepasados más directos. Leónidas y Eliécer. Leónidas fue el abuelo
de tu abuelo Marcos. Te tengo una anécdota ballbusting de cuando era un joven
bastante macizo.
Bastián
encendió la tablet y le mostró al muchacho una fotografía de dos caballeros
exactamente iguales. Vestían ropa de la época y consistía en pantalón que a la
escala de grises debieron ser negros y camisas, uno vestía camisa a cuadro y el
otro una unicolor. Utilizaban barba corta y sonreían para la fotografía abrazados,
sosteniéndose al hombro con afecto y orgullo. Le produjo a Rafael que eran
buenas personas.
—Eliecer y
Leónidas fueron los primeros hijos que tuvo Valdemar Chacón tras regresar de la
guerra, heredaron de su padre las grandes bolas. Leónidas era bastante
extrovertido y Eliécer el más tranquilo, polos opuestos los dos, pero se
adoraban. Aunque hubo un hecho algo ridículo y tonto que los pudo distanciar
nada de eso ocurrió, el amor de gemelos continuó a pesar de la lamentable
confusión.
—¿Qué
ocurrió?
Bastián hizo una sonrisa similar a un gesto de burla. Comenzó a relatar a su sobrino nieto el hecho, que a continuación nos remontaremos a la crónica ocurrida.
La señora
Fernanda Lomas se encargó de presentarse cierta tarde en la residencia de los
gemelos, era una pequeña casa que su padre les había comprado en el pueblo de
San Fernando para que tuvieran un lugar de reposo cuando escaparan del campo y
tuvieran que hacer alguna compra para la hacienda de la familia. La señora
Fernanda ya pasaba los 50 años, había enviudado cerca de 10 años atrás y tuvo
tres hijas en su matrimonio. Golpeó con entusiasmo la puerta de acceso de los
hermanos Chacón, siendo recibida por el robusto Leónidas que somnoliento la
recibía con una ajustada camiseta sin manga y pantalón negro.
—¡A ti te
quería ver, desgraciado! —la intrépida mujer penetró al interior de la vivienda
sin invitación alguna.
Leónidas se le quedó mirando con el rostro fruncido.
—Preguntando
se llega a Roma. Casa a casa fui averiguando dónde vivía el sin vergüenza de
Eliécer Chacón hasta decirme que vivía justo aquí.
—Yo no soy
Eliécer, señora, Eliécer es mi hermano.
—¡Con que
esa tenía yo! ¡Encima embustero! ¡Malnacido! ¡Me dijeron que acá vivías solo!
De mi familia y de mis hijas no te vas a burlar. ¡Eres un verdadero sin
vergüenza!
—Señora,
usted está bastante confundida. La invito a salir y de un paseo, vuelva en una
semana que quizás mi hermano ya esté aquí y usted vendrá más calmada.
—¡De aquí no
me muevo hasta darte tu merecido! ¿Qué creías que te ibas a burlar de mí? ¿Qué
pensabas? Estas son unas mujeres pendejas y me burlaré de ellas.
—Señora lo
siento, está buscando al hombre equivocado. La invito a salir.
Leónidas
pretendía acercarse a la señora para cogerla de un brazo y acompañarla a salir
de su modesta casa, simplemente cuando estuvo escasos centímetros de ella, la
pendenciera mujer levantó el pie pateándolo en las bolas, tan fuerte como pudo.
Leónidas gimió de dolor, sus ojos se abrieron como platos y al instante se agarró sus órganos tan grandes y colgantes. Lentamente su cuerpo se fue doblando hacia adelante.
—¡Sin ese
par de órganos deberías quedarte por grandísimo hijo de puta! —gritó la mujer—.
¿Qué pretendías? ¿Burlarte de mis dos hijas mayores? ¡Desgraciado! ¡Con las
dos! ¡Te metiste con las dos! ¡Puedes creer eso? ¡Dos hermanas embarazadas de
un mismo varón! ¿Qué va a decir el pueblo? ¡Se burlarán de nosotras! ¡Eres un
monstruo! ¡Enfermo!
—Yo no lo
hice, señora —juró Leónidas con el rostro desencajado por el dolor, seguía
doblado con sus manos metidas en sus bolas—. Fue mi hermano…
—¡Mentiroso!
¡Poco hombre! ¡Por su culpa mis hijas no se dirigen la palabra! ¡Eres un cerdo!
¡Ojalá te pueda arrancar las bolas!
—No —rogó Leónidas
como pudo, lentamente se acercó a la mujer—. Yo… yo tengo un hermano gemelo…
La mujer se
le quedó mirando, ¿por qué la quería tomar? ¡Por tonta! En el pueblo ya le
había advertido que era un hombre bromista y parrandero. ¡Pues no! Tenía que
darle su lección: lo cogió de los hombros y clavó su rodilla entre sus muslos,
golpeando sus testículos de lleno.
Los ojos y
mejillas de Leónidas se hincharon mientras dejaba escapar un potente gemido. Se
dobló y cayó de rodillas, gimiendo de dolor.
—¡Si me
estás mintiendo te irá peor, malnacido!
La mujer se
acercó a una repisa donde descansaban varias fotos familiares, allí estaban muchas,
donde además de varias personas desconocidas aparecían dos jóvenes exactamente idénticos
siempre tomado de los brazos.
—¿No eres tú
el que embarazó a mis hijas? —interrogó la mujer con las mejillas coloreadas de
la vergüenza.
Leónidas no pudo más que gemir lastimero, agarrando sus doloridos huevos, con los ojos llorosos.
—Es mi hermano, no soy yo señora…
La mujer se
llevó las manos a la boca, después se echó a reír y dijo:
—Tú, él… ¡Al
diablo! Son lo mismo, pagan justo por pecadores. ¡Espero que agarren
escarmiento!
Con una
sonrisa de oreja a oreja, la mujer terminó su devastador ataque a la virilidad
de Leónidas con una cruel y dura patada que aplastó los testículos del hombre y
sus manos también.
Leónidas jadeó por aire, sus ojos se cruzaron mientras el dolor se extendía dentro de su cuerpo.
—¡Aaaaaaaaay!
—graznó y se acurrucó, con las manos cubriendo sus doloridos huevos.
…
Rafael
sonrió y Bastián lo acompañó.
—Pobre
Leónidas.
—Sí. Pagó
brevemente la travesura de su hermano.
Rafael se
echó a reír.
—¿Y qué
sucedió con sus hijos y las dos hermanas?
—Eliécer se
ocupó de todas sus crías, las dos hermanas se reconciliaron, supongo… creo
haber leído que se reconciliaron, no sé dónde tengo ese recorte. Entre tanto,
nuestro querido Leónidas tuvo tres hijos Ángel, que fue mi padre, Víctor y
Gabriela.
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